Las Azoteas
Mis padres me dejaron en casa de mis abuelos unos días antes, se iban de viaje los dos solos como cada año.
Para poder llegar teníamos que subir una cuesta empinadísima donde siempre el coche se calaba varias veces. Entonces mi padre, gritaba y sudaba hasta que, después de mil maniobras conseguía aparcar delante de la casa.
Tocaron el timbre (estaba muy alto, yo no llegaba) y miramos todos hacia arriba esperando, era emocionante intentar adivinar si se asomaría mi abuelo o mi abuela, y por qué ventana. Entonces escuchábamos el tintineo de las llaves y aparecía, por fin, una figura al contraluz. Ahora se planteaba un nuevo dilema ¿acertaría mi padre a cogerlas en el aire, se caerían al suelo o nos darían en la cabeza?
Por fin dentro, nos llegó el aroma al aceite de almendras del pelo largo y negro de mi abuela, y del pizco de coñac que tomaba mi abuelo a diario. La casa tenía tres plantas y unas larguísimas escaleras, que se hacían pesadísimas de subir, pero que a mí me encantaba bajar a saltos. En la primera vivían los inquilinos, en las segunda mis abuelos y la tercera era el paraíso, en ella se encontraba la habitación de los juegos flanqueada por las dos azoteas.
La de la derecha estaba siempre cerrada, sólo había visto de ella una línea de luz que se colaba por debajo de la puerta. En la de la izquierda mi abuela frotaba y frotaba la ropa hasta dejarla reluciente y después la tendía. Yo me reía a carcajadas viendo sus bragas enormes, sus sostenes de impresión y los calzoncillos largos de mi abuelo.
El aire olía a jabón Lagarto y al suavizante Soanil, a menta y a la hierbabuena que después mi abuelo echaba a la sopa, dejándole un regusto fresco. Yo corría de un lado para otro, saltando de baldosa en baldosa mientras las contaba en voz alta y escondiéndome entre las sábanas que ondeaban al viento, hasta que me cansaba.
Le pedía a mi abuela que me dejase restregar a mí un ratito, pero cuando los nudillos me dolían de pasar la ropa una y otra vez por las ondas de piedra, le decía que era mejor que siguiera ella, porque lo hacía mucho mejor que yo. En ese momento comenzaba su letanía acerca de que la juventud ya no era la que fue, que en sus tiempos ella iba descalza a la acequia a lavar la ropa con el agua helada que bajaba de la montaña y ahora nos quejábamos por cualquier cosa. Sus batallitas me sonaban igual que la radionovela a la que se enchufaba cada tarde, a la misma hora en la que mi abuelo ponía el “parte” en la tele.
Pero aquel día iba a ser diferente. Sonó el timbre y yo corrí escaleras abajo saltando los cuatro últimos escalones en cada tramo. ¡Era mi prima Susana con su padre! La abracé y le dí un beso fuerte en la mejilla que ella rápidamente se limpió con el hombro. Tomé su mano para subir juntas, pero ella se soltó y se la limpió varias veces en la chaqueta.
Los pies comenzaron a pesarme toneladas, subir cada escalón se convirtió en una ardua tarea y sólo era capaz de mirar las manchitas del mármol mientras lo hacía. Entonces lo oí, “cuac, cuac”, el sonido venía de una caja llena de agujeros que traía su padre.
―Toma Esther es para ti -me dijo mirándome a los ojos. Sé que echas mucho de menos a tus padres y que te aburres aquí sola, él te hará compañía hasta que vuelvan.
Abrí la caja y allí estaba, era un patito precioso: tenía el cuello largo, unos ojitos negros redonditos, dos puntitos en su gracioso pico y era, más suave y calentito, que mis mejores peluches.
―¡Gracias, gracias, me encanta, lo cuidaré muy bien!― . Miré a mi prima sonriendo, pero ella miraba al suelo y tenía los labios fruncidos.
Al fin llegamos a la última planta y ¡mi abuela abrió la puerta de la derecha!, era la primera vez que la veía hacerlo.
― Es mejor que el pato se quede aquí ―me dijo con cara seria―, si no pondrá la casa perdida.
Era igual que la otra azotea pero no había absolutamente nada, era de cemento gris, sin baldosas. Solté al pato y se puso a correr de un lado para otro, “cuac, cuac”, muy rápido, no me dejaba cogerlo, pero era tan lindo… Después de un buen rato conseguí cazarlo, lo arrimé contra mi pecho para que estuviera calentito, le acariciaba su pequeña cabecita y le daba besos en las alas, porque cuando lo intenté en el pico me pellizcó en la cara, sabía a tierra de corral.
Cuando me dí cuenta allí estaba mi prima, al lado de la puerta, entonces me sonrió y me dijo ―Todavía no han vuelto tus padres ¿verdad?, a lo mejor no lo hacen nunca, como mi madre―. No entendí su sonrisa pero empezó a dolerme la tripa muy fuerte, menos mal que tenía al pato entre mis brazos, aunque luchaba por zafarse.
― ¿Por qué no le damos un bañito? Huele a caca― dijo cambiando rápidamente su expresión, regañó la cara pero sus ojos parecían seguir sonriendo. Me pareció buena idea, lo bañamos en una palangana verde con agua calentita, se puso a nadar en círculos, pero al ratito empezó a temblar.
Susana me trajo entonces un paño de limpiar el polvo y con él lo sequé. Mientras tanto la vi recortar despacito la manga de un vestido de muñeca que trajo de la habitación de los juegos. ―Sigue teniendo frío, vamos a ponerle esto como abrigo― me dijo. Nos costó muchísimo sacarle la cabecita por aquel huequito tan estrecho y cuando lo conseguimos… sus ojos negros estaban cubiertos por una telita blanca, su pico estaba abierto pero ya no se le oía y tenía el cuello torcido, dejando su cabeza totalmente flácida. ―¡¡No patito, patito, no!!― grité mientras unas lágrimas gordas caían mojando de nuevo al pato.
―Ves ―me dijo mi prima sonriendo de nuevo― todos nos moriremos algún día.
El dolor de barriga se hizo ahora insoportable.
Huellas de sal
Blog de Raquel Romero Luján