El Guardián de Ansosa
La montaña de Ansosa en Hermigua, no dejaría de ser otro promontorio más del Valle si no fuese porque en sus dominios, cubierto muchas veces por la niebla, sucedió un oscuro episodio en el que “el bien y el maligno” libraron una funesta batalla.
Se dice que, en tiempos remotos y cuando aún María Castaña injuriaba a la Iglesia de Lugo, Hermigua era un Valle virgen, apenas sin habitantes y que, los pocos que allí moraban, guardaban con celo el secreto de la riqueza de sus tierras.
La familia custodia de tan importante enigma, vivía en los alrededores de Ansosa; un lugar que por su situación, les permitía divisar la extensión del Valle y cualquier “elemento” que pusiese en peligro “la clave” de porqué, el Valle gozaba de esa magnificencia natural.
Por aquellos tiempos, “los partidarios del mal”, encarnados en seres de apariencia humana, ya habían puesto sus miras en hacerse con el lugar para ser destinado a “sitio de rito” y “cultos demoníacos”; algo que los custodios trataron y lograron impedir aún a costa de sus vidas.
Una tarde que parecía transcurriría igual que las demás, el camino a Ansosa estaba siendo transitado por, lo que a lo lejos, parecían tres mujeres indefensas y extraviadas y que buscaban ser auxiliadas por quienes vigilaban la montaña.
En este punto, el relato se confunde pero algunas versiones coinciden en afirmar que, logrando engañar a los “guardianes”, intentaron posteriormente arrebatarles el “secreto” que con tanto empeño salvaguardaban y que, para ello, hicieron uso de unas “pócimas” que “enturbiaron” la voluntad de éstos.
En su delirio y confusión, la familia que custodiaba Ansosa, logro invocar una niebla espesa que se cernió aquella tarde en la montaña, logrando que los intrusos no pudieran culminar su pretensión aunque con ello, también los primeros sufrieran los efectos. Perdidos y desorientados, lograron escapar y ocultarse en una cueva de sus perseguidoras. Para no ser encontrados, tras de ellos, un derrumbe cerró el acceso a la gruta en la que esperaron tranquilamente el fatal destino que les aguardaba, morir encerrados pero satisfechos por mantener a salvo “el secreto”.
Se decía que, algún tiempo después, una mañana aparecía a los pies de Ansosa, un pequeño Roque que se asemeja a un león en posición de guardia, conocido por "El Bucio", y que es éste, la unión de las almas en forma pétrea de aquellos que, tras su muerte, continúan protegiendo el lugar de todos los que pretenden descubrir lo que la montaña esconde.
José Andrés Medina