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martes, 24 de diciembre de 2024 00:00h.

La Señal del destino. (Primera parte)

En Canarias y más concretamente en la Gomera, allá por el año 1802, en un pueblo del norte vino al mundo un niño llamado Luís...

Roberto Chile

Era una mañana de Junio, apenas despuntaba el primer albor de la mañana, cuando Luís fue abandonando poco a poco el vientre de su madre a la par que el sol iba despertando de su nocturno descanso. Era hermoso, como el mismo Sol que lo había  acompañado en su lucha por nacer, rubio, de ojos aceituna, tez blanca y mejillas sonrosadas.

Sus padres, Juan y Leonor no podían ocultar la cara de alegría y de felicidad al ver a su pequeño retoño envuelto en una pequeña sábana de lino después de que doña Lucrecia, la partera del lugar por aquel entonces y la cual tenía ya a sus espaldas cientos de nacimientos, le hubiera cortado y atado el cordón y lo limpiara para presentarlo.

No obstante, un atisbo de preocupación se pudo apreciar en el rostro de su padre, un hombre un tanto rudo pero sensible, curtido por los años de duro trabajo y sacrificios sin tener a veces un pedazo de pan que llevarse a la boca.

No eran buenos tiempos, lo poco que se adquiría era a base de duro trabajo y poca alimentación.

Juan, tenía como toda hacienda un cuarto de piedra y barro de unos dieciséis  (16 ) metros cuadrados, enjalbegado el interior con tierra blanca, suelo empedrado con pequeñas piedras que se iban colocando juntas hasta conseguir una especie de piso regular para facilitar un poco la limpieza de la casa. El techo era a dos aguas, de madera del monte y tejas de barro hechas a mano y cocinadas en un horno propiedad de don Servando, padre de Juan, trabajo éste del que vivían.

También contaba con una pequeña huerta de unas cinco fanegas,  donde sembraba algo de millo para el gofio, alguna verdura y las papas.Tenia también  un corralito y alpende con gallinas y dos cabras; pudiera decirse que para la época era un verdadero rico, pero en el fondo, Juan sabía que aquello era insuficiente para sacar adelante a su esposa y su recién nacido.

Por abatares del destino, quiso  Dios que el nuevo ser hubiera nacido con una marca indeleble de su presencia, una especie de estrella de color rojizo justo debajo de la tetilla izquierda, al lado mismo del corazoncito del indefenso bebé, a lo que doña Lucrecia no dudó en decir que el niño había  nacido con la marca de “un antojo” sin realizar por parte de su madre, algo que le apeteció comer u oler durante el embarazo. Mientras divagaban pensando de que podía tratarse, doña Petra  y  Guadalupe, que eran un poco más supersticiosas, comentaban que seguramente se trataba de “algo Divino” o tal vez de algún “maldeojo” .

Lo cierto es que pasaron los años y con más pena que gloria, nuestro amigo Luís se hizo un hombrecito, tenia ya por ese entonces dieciséis años pero la formalidad de un hombre de treinta. Había aprendido, de tardes y con don Julián, a leer y escribir correctamente, algo de latín, Matemáticas y Cívica y, como es de suponer, Religión Católica a cargo de don Rodrígo, cura del pueblo.

Las mañanas las dedicaba nuestro protagonista en ayudar a su padre a sacar adelante a la familia que, por ese entonces eran ya siete. Una mañana de Julio, Luis salió como de costumbre a dar de comer a las cabras para luego ordeñarlas y llevar la leche a casa y desayunar sus hermanos. Estando en “estas lides”, apareció Pedro, compañero de travesuras y confidente desde la infancia. Lo cierto es que llegó fatigado y jadeante por la tremenda carrera que se había dado para referir a su amigo “la buena nueva”. Sin poder esperar a llegar junto a el, ya venía dando voces y gritando. –Luís, Luís, tengo una noticia que darte, es lo que esperábamos, un barco…

Cuando ya estuvo cerca de su amigo, Pedro, tomando resuello le contó que había  atracado un barco que traía un cargamento de víveres, principalmente bidones de aceite, y que necesitaban mano de obra para descargar la mercancía. Pagan muy bien –añadió- y lo necesitamos; además, he oído decir que te puedes embarcar  con ellos rumbo a Cuba y que si trabajas de pinche  de cocina, te ahorras el pasaje.

Pues vamos y no perdamos más tiempo.- contesto Luís. Y así, después de despedirse cada uno de su familia, y prometiéndoles que volverían en cuanto hicieran fortuna, embarcaron rumbo a lo desconocido pensando en un futuro más halagüeño.

El barco zarpó tal y como estaba previsto y doña Leonor, desde tierra, sólo podía llorar amargamente mientras, la nave desaparecía en el horizonte llevándose consigo parte de su alma. -Solo le pido a Dios que vuelva a verte pronto hijo mío, que el Ángel de la Guarda y todos los Santos guíen tus pasos,-gritaba mientras lloraba. Su marido que, de igual modo estaba desecho por el dolor, sacando fuerzas de flaqueza, trataba de consolarla – Ya veras mujer como pronto vuelve hecho un señor, él es fuerte y listo , además seguro que Pedro le cuidará.

A los cinco días de travesía, nuestros amigos estaban ya al borde de desfallecer pues no todo era como les habían dicho, ni mucho menos, más bien parecían esclavos en un barco negrero.

Todo era trabajar sin descanso,  la comida más bien escasa y de las chinces…esas mejor ni “mentarlas”. Para colmo de males, les sorprendió una tormenta la cual duró dos días y en los que, tanto el barco como sus pasajeros estaban para el desguace. Se habían  perdido parte de los víveres, agua y alguna medicina. A todas estas, parte de la tripulación empezaba a mostrar señales de que una epidemia que comenzaba a gestarse; fiebres altas y vómitos dejaban ver claramente que si no llegaban pronto a puerto, el barco continuaría vagando por el océano como “la nave de los muertos”.

Ante aquel  cúmulo  de malos acontecimientos, nuestro amigo Luís no se lo pensó dos veces y logró convencer a un capitán enfermo para que tomara las riendas del navío e intentar al menos que todos pudiesen pisar la Isla de Cuba. 
 
Luís reunió a los que consideró estaban más o menos bien de salud y  comenzó  a dar instrucciones. Primero al cocinero, al cual ordenó hervir toda el agua antes de consumirla y a la que debía añadir unas hierbas que le había dado su madre y que curaban las fiebres, pues al parecer, las propiedades antibacterianas de la planta neutralizaban el efecto de las mismas en el cuerpo. También  le advirtió que solamente sirviese arroz hervido pero en cantidad que quisiera comer la tripulación, así  sucesivamente hasta notar mejoría. Ya para entonces, dijo, podrás aumentar el “menú” con el resto de las provisiones, pues creo, afirmó.-es mejor estar bien alimentados para resistir hasta que se agoten y poder rendir mejor para tratar de llegar lo antes posible.

Uno tras otro les fue asignando su tarea, después encargó a su amigo Pedro que supervisara todo lo que él había ordenado.  

La tripulación se puso a sus órdenes con mucho agrado y al cabo de dos semanas estaban restablecidos, parecía que ante ellos se abría una puerta a la esperanza, un panorama donde todo hacía pensar que marcharía sobre ruedas. 
Pero en estos casos y como suele decirse, las alegrías duran lo que “el pan en casa de pobre”, el cocinero, con cara desencajada salió a su encuentro y le comentó que de comer no queda casi nada y agua muy poca, vamos, que a lo sumo tendrían para aguantar  tres días. 
Con serenidad Luís  le pidió que no comentara nada al resto de los tripulantes hasta por lo menos ver si en ese tiempo llegaban “a puerto”. 

A la mañana siguiente un griterío despertó a nuestro amigo, rápidamente salió a cubierta, allí estaban todos saltando de alegría, a lo lejos se divisaba lo que parecía Tierra.

A medida que la jornada avanzaba, iba creciendo las esperanzas de los navegantes y las de aquellos dos gomeros que habían abandonado “su mundo” para ir en busca de mejor fortuna, dejando atrás a sus familias que, ahora más que nunca les llenaban el pensamiento. Pedro y Luís se cruzaron las miradas y sus ojos no podían negar la evidencia que ante la inminente llegada a puerto, la emoción  les embargaba sobremanera y como no, de igual modo, la incertidumbre de lo desconocido. Comenzaba en ese momento para ellos una nueva vida, la oportunidad que tanto habían anhelado para progresar y labrarse un futuro mejor.

Nada mas poner pies en tierra firme, acudieron a una finca que se encontraba a las afueras de la Habana y preguntaron por don Montano, un gran hacendado del lugar, hombre de modales serios, regias costumbres, no menos madrugador  y amante del trabajo bien hecho; el cual tras ser avisado por uno de sus peones de la visita de nuestros amigos, ordenó que le esperasen en su despacho.

A medida que avanzaban camino del despacho, Pedro y Luís no podían ocultar el asombro que sentían al contemplar la inmensidad de “la quinta”.- aquello no era una casa era mas bien un palacio, pensaban.

Era una casa de estilo colonial, de grandes puertas, amplias ventanas  y un inmenso porche al que se accedía por un amplio pasillo de piedra bordeado de rosales. Disponía también “la hacienda” de una gran cuadra de caballos, principal pasión del patrón como le llamaban todos los que allí  trabajaban al señor Montano, y de un ingenio para moler la caña  para la elaboración de azúcar y rón, actividades estas, que le reportaban lo suficiente para decirse que, era  sin duda, uno de los “terratenientes” más ricos del lugar.            

Una vez pasaron al interior de la casa, el mayordomo les indicó el despacho del señor y les invitó a sentarse .- Al cabo de veinte minutos, más o menos, el dueño de “la quinta” apareció por el despacho para saber quiénes y qué cosa querrían de él .
 Con mucha educación y comprensión, aunque algo altivo como era su costumbre, les saludó y les preguntó sus nombres  y a que debía el honor de sus visitas.

Respondieron que procedían de Canarias y más en concreto de la Gomera, de la que le describieron la situación en la que estaba y que habían embarcado en busca de fortuna, así como todos los avatares, fortunios e infortunios,  por los que pasaron antes de llegar a donde se encontraban.

Pedro interrumpió el relato para comentarle que venían de parte de don  Faustino, capitán del barco que les había traído, para solicitarle trabajo y alojamiento. Mientras le decía esto, le entregó una carta que el propio capitán les mando entregar a su viejo amigo.-Tenga señor esta carta, don Faustino nos pidió que se la entregásemos.

Don Montano pidió entonces a su criado que sirviese café, mientras él procedía a leer  la carta de su amigo en la que le refería con lujo de detalles todo lo que nuestros amigos habían  hecho durante la travesía; su buen comportamiento, lo honrados y serios que eran…, además de pedirle que les diera un empleo sin recelo pues, estaba seguro de que no le iban a defraudar.

Una vez hubo concluido de leer, carraspeo y con voz seria les preguntó: ¿Así que queréis trabajar para mí? –Pues bien, comenzareis cortando caña y cargando los carros para traerla al ingenio. Se os dará comida y alojamiento en la casa de los peones y vuestro jornal será de diez onzas al mes. Trabajareis de Lunes a Sábado y descansaréis los Domingos después de oír misa .Si estáis de acuerdo  ya podéis ir instalándoos.

Empezaron nuestros amigos a trabajar duramente pero con tal pasión y empeño que muy pronto el patrón se dio cuenta que de verdad aquellos muchachos valian su peso en oro y decidió aumentarles sus jornales, cuatro onzas más. Ni  que decir tiene la alegria que se llevaron al conocer las intenciones del dueño 

Así transcurriron varios años, de duro trabajo pero con la sastifaccion de que con ello estaban ayudando a sus respectivas familias y que entre ambos ya contaban con una pequeña fortuna. Pero cuando más confiados estaban en su buena suerte todo cambió para los que trabajaban en la quinta.

Don Montano les reunió una mañana en el porche de la quinta. Con voz quebrada y rostro cabizbajo, les hizo saber que tendría que dejar la explotación de su finca por que tenia que emprender viaje a los Estados Unidos con su hija por motivos de salud y vendia su hacienda para hacer frente a los enormes gastos que se le echaban encima.

Marina, que así se llamaba la única hija del rico hacendado, era una joven hermosa, delicada como las rosas del jardín y con un pelo largo y ensortijado que le acostumbraba caer, ignorando sus hombros, hacia la espalda. Sus ojos, de un bonito color verde, ocultaban su belleza por la necesidad, desde casi su nacimiento, llevarles protegidos por unas gafas.
Una enfermedad que lejos de ir mejorando, hacía que Marina, poco a poco, fuese perdiendo la capacidad de apreciar lo que le rodeaba.

Antes de oscurecerse definitivamente “su mundo”, Marina había dedicado algún tiempo a observar al joven Luís al que imaginaba rodeándola con sus brazos y bailando en las fiestas que su padre acostumbraba celebrar.

Luis, que por ese entonces también había puesto su mirada en Marina, sintió que no sólo la diferencia de clase era una barrera insalvable que le separaba de su amada, sino además estaba la distancia real y quizás el olvido.
¿Podría tener alguna esperanza de que Marina se restablecería de su mal?
Y si así fuera ¿podría conseguir que ella siguiera interesada por él?

Continuará...

José Andrés Medina