La Señal del destino. ( Segunda y última Parte)
De vez en cuando, alguna carta llegada desde Canarias y de los Estados Unidos, llenaban de esperanza y alegría a nuestros protagonistas; unas noticias que esperaban con ansias y que les otorgaba fuerzas para continuar trabajando duro.
Antes de que don Montano pusiese a la venta la próspera hacienda, Luís se atrevió a hacerle una oferta por la misma y convinieron en que, tras la adquisición, mantendría a todos los trabajadores y que las habitaciones de don Montano y Marina seguirían allí, sin usar por nadie hasta que, si Marina mejoraba, regresasen nuevamente y donde Luís estaría dispuesto a acogerles.
Don Montano aceptó las condiciones y mucho le costó esconder su emoción al ver el cariño que Luis sentía por él, aunque intuyó que Marina era el amor de su, hasta entonces, obrero.
Con lo ahorrado por él y Pedro durante años al servicio del patrón, ambos gomeros se hicieron con la Quinta de don Montano, el cual, con el dinero recibido, emprendió el viaje en busca de la curación de su hija.
La vida continuó igual en la hacienda tras la marcha de quien había sido su dueño. Los días se sucedían trabajando y mejorando la explotación que, con la agudeza de Luis y la tenacidad de Pedro, logró aumentar los beneficios. Unos dividendos de los que también los obreros pudieron beneficiarse, ya que, como buenos patrones, aumentaron el jornal de sus obreros.
De vez en cuando, alguna carta llegada desde Canarias y de los Estados Unidos, llenaban de esperanza y alegría a nuestros protagonistas; unas noticias que esperaban con ansias y que les otorgaba fuerzas para continuar trabajando duro.
Pero no todo era trabajo, en la Quinta, algunas cosas más habían cambiado desde la partida de su anterior dueño.
Los actuales habían decidido ampliar la jornada de descanso desde el sábado a mediodía y, no sólo el domingo como anteriormente sucedía. Además, las fiestas se seguían celebrabando en el mismo salón para todos; obreros y hacendados de lugar y alrededores.
Y fue en una de estas fiestas, donde Pedro conocería a quien iba a ser el amor de su vida; una joven de origen humilde pero que había sido criada y educada por la esposa del patrón de otra familia pudiente de la zona.
Elina, que así se llamaba la muchacha, era hija de un matrimonio de obreros de doña Esmeralda quien, a la muerte de la madre de la chica, decidió cuidarla y educarla como suya. Le había hecho esa promesa a su fiel cocinera cuando enfermó y en el lecho de muerte le pidió que cuidara de su pequeña, como así hizo.
La finca amaneció una mañana entre alborotos y jaleo, en un ir y venir de gentes que se afanaban en los preparativos de lo que sería una de las primeras bodas que en aquella finca se celebrasen.
Las cocineras y ayudantes se esmeraban en preparar un menú digno de dioses, mientras el resto del servicio se dedicaban a limpiar más de lo habitual la casa y las diferentes estancias.
El jardín y alrededores tampoco eran ajenos a ese alboroto y, jardineros y mozos preparaban el exterior para lo que se avecinaba. Una fiesta en los jardines y que a buen seguro sería recordada durante mucho tiempo.
Inmersos todos en los preparativos nadie se percató de prestar atención a un sobre sellado que, días antes y sobre la mesa del despacho de Luis y Pedro, puso algún despistado mozo que olvidó mencionarles la llegada de la carta.
En ella, y sin que nadie lo supiese, llegaban noticias de La Gomera y en la que les indicaban a nuestros amigos que las respectivas familias tenían previsto embarcar para Cuba a fin de llegar a la celebración del enlace, tal y como les habían mencionado. La carta, ajena al alboroto, permanecía allí, olvidada en un cajón del escritorio.
Sobre las doce del mediodía, todo estaba listo y dispuesto para dar comienzo a la ceremonia en la que Pedro y Elina comenzarían una nueva vida juntos.
De pronto y, cuando ya se disponían a comenzar la ceremonia, un griterío en la lejanía hizo que los allí presentes volviesen sus miradas y las fijaran en el camino por el que se vislumbraba varias carretas y hombres a caballo que avisaban de su llegada.
Interrumpieron la boda para recibir a la caravana y mientras está se acercaba, Pedro y Luis lograron distinguir entre el gentío a uno de sus hermanos, o eso les pareció. Mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, sus pies y de forma involuntaria se pusieron en marcha y; lo que comenzó en un andar se convirtió en carrera para llegar cuanto antes a aquel grupo de gente que cada vez más se les acercaba.
El corazón no les cabía en el pecho, cuando, una vez les hubo alcanzado, comprobaron que estaban en lo cierto y que, en la comitiva, aparate de un hermano de Pedro, venían las familias de ambos y el que fuera antiguo dueño de la Quinta, y su hija Marina.
Con gran júbilo se abrazaron y bendijeron el momento aquel en el que era ya , el más feliz y completo de sus vidas.
Dispusieron que, debido a esa inesperada llegada de las familias de ambos, la ceremonia se pospusiese para el día siguiente ya que, esa tarde la celebración era la del ansiado reencuentro y el la que pasarían horas contándose cuanto les había sucedido durante estos años.
Una vez acomodados, el patio del jardín se convirtió en un comedor al aire libre y en el que unos y otros se contaban sus vivencias, momentos felices y los, no tantos.
Luis no quitaba la vista de Marina, quien recuperada del todo, lucía aún más hermosa y, por vez primera para muchos en la hacienda, mostraba sus ojos verde esmeralda, sin necesidad de ocultarlos tras aquellas horribles gafas.
Mientras, los demás inmersos en sus conversaciones, sus miradas se cruzaron, él, como siempre con su perfecta sonrisa, y ella intentando disimular su alegría, aunque era tarea mas bien imposible. ¿Por qué ?… Fácil, ella seguía estando enamorada, aunque lo negara a los demás, aunque se lo negara a sí misma.
El padre de Marina, que ya se había percatado desde hacía mucho de lo que su única hija sentía por Luis, interrumpió la charla y con un tono diferente a como acostumbraba pidió que le escucharan.
Comenzó dando las gracias a aquellos dos jóvenes que un día aparecieron por su Finca y que, pese a ser empleados le trataron siempre como a una familia, algo que el no supo ver hasta que estos se ofrecieron a ayudarle con la enfermedad de Marina y que gracias a lo cual, hoy tenía a su hija completamente curada.
Dijo además que, desde hacia años se había percatado del sentimiento que a Luis le embargaba por Marina, no en vano, el había vivido algo similar por la que fuera su esposa.
Y tomando la mano de su hija, la acercó a la de Luis y afirmó que había llegado el momento de dejar atrás viejas costumbres y prejuicios y permitir que el amor entre dos personas estuviese por encima de intereses, clases o riquezas.
Luis emocionado le abrazó y le pidió casarse con Marina y, si ella accedía, celebrar la ceremonia junto con la de su amigo Pedro, al día siguiente. Marina que, ya no albergaba ninguna duda acerca del amor que sentía por Luis, no se lo pensó dos veces y creyó oportuno celebrar ambos matrimonios el mismo día.
Don Montano, vista la respuesta de su hija le pidió a Genara, una de sus antiguas doncellas, que le trajese un pequeño baúl de Cedro que se hallaba en el armario de su recamara y que quería que Marina tuviese.
Cuando Marina lo abrió, descubrió con sorpresa algo que la hizo estremecerse; era el traje de boda de su madre que, con mucho celo y cuidados, había guardado su padre para ella.
El día amaneció radiante,con un suave y dulce olor a azahar, como acostumbra suceder en primavera y en la que, los trinos de los pájaros y el dulce aroma del jazmín, invitaban a disfrutar de la jornada con todos los sentidos. Vestidas ambas novias, las rosas del jardín parecían saludarlas a su paso hacia el altar donde, unos emocionados novios, las aguardaban y en una entrañable ceremonia, unieron sus vidas para siempre.
Días después y tras finalizada la boda y fiesta posterior, se reunieron para, como anunció Luis, arreglar algunos asuntos sobre el futuro de la Hacienda y sus vidas. Acordaron que Pedro se quedaría con la Quinta en su totalidad y pagaría a su amigo su parte en la misma y en la que permanecería con su esposa y familia llegada de La Gomera.
Luis y su familia optaron por regresar a la Gomera, a su pueblo natal donde, con su familia y la de su esposa comenzó una nueva vida, más tranquila, más desahogada, no exenta de algún que otro contratiempo pero, rodeado de lo que más quería, los suyos y la posibilidad de contemplar embelesado la belleza de ese sol que cada mes de junio, asoma esplendoroso alumbrando cada rincón de ese norte gomero que tanto amaba y en la distancia, añoraba.
José Andrés Medina