El embeleso de los sumisos

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Apreciadísimos amigos de Gomeraactualidad.com: En estos pasados días, en plenas efervescencias carnavalescas, les comunico que me he llevado una muy privativa sorpresa, al visionar algunas viejas fotografías, publicadas, en un conocido medio, por la sin par investigación, mimo y apego, del pacienzudo entrañable camarada, Baudilio Domingo Navarro Quintero, para el cual, el tiempo ya vivido y las miles de cosas radicalmente transcurridas, no tienen ninguna clase de invisibles secretos, almacenándolas como auténticas reliquias de colección, en su electrónica computadora, para que, al instante, den creyente confirmación del más meritorio y excepcional valor histórico-evocativo.

Ante las mismas, me vino a la imaginación, aquel añejo y matizado jocoso cuento, del  piadoso sacerdote que, puesto de pie en el elevado  púlpito,- tan usado en otras lejanas épocas -, cierto domingo, en excitante homilía, les exponía a sus considerados feligreses:
-¡Hermanos, hijos míos: todos nosotros, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios!
Y, un infortunado jorobado que se encontraba debajo de él, alzando la cabeza, le increpó:
- ¡Coño!, entonces, padre, conmigo ¿hicieron un experimento?

El asunto, no deja de tener su realista gracia y, ajustadamente, viene a pelo, debido a que en uno de esos referidos retratos del buen amigo, me he encontrado con el agradable sortilegio de haber  podido distinguir a un sufrido, a un tierno personaje, desprovisto por completo de la específica claridad del habla, altamente conocido y plenamente respetado.

Se trataba del archi-destacado mudito, Leopoldo; un muy humano ser que, durante toda su laboriosa existencia, supo transitar por todas las calles de El Hierro, dejándonos una refulgente estela de modélica sencillez, absorbente abnegación y apegada concordancia.
Entregado por completo a su responsable compromiso de solitario y exclusivo limpiabotas, recorría cuantiosas conocidas vías, en busca de alguna precisada clientela, dispuesta a usar de sus cumplidas prestaciones profesionales, en las cuales, depositaba buena parte de los restantes sentidos que el reino celestial le había querido adjudicar.

Con sus manos, totalmente tiznadas de pringosas cremas alquitranadas, con frecuencia, solía deslizárselas por los ojos, motivo por el cual, poco a poco, incluso también, fuera  perdiendo una buena parte del trascendental sentido de la vista.

Invariablemente, de continúo, andaba pulcra-mente vestidito.

En la vida, pude rebasar a saber de qué color tenía sus cabellos, ya que, acostumbraba a revestirse la cabeza con una usual cachucha de invariable paño que, celosamente, se los ocultaba.
Tenía el óptimo don de saber buenamente atender a cuantos a él acudieran, en busca de alguna especial ayuda o imperioso favor.

Lo mismo cargaba con surtidos periódicos que con múltiples canastas de compras, diversos recipientes de agua, escritos comunicados, expeditivos despachos y redactados mensajes, aligerando eficazmente las comisiones a él encomendadas, con acelerada premura, equitativo apego y campechana entrega, a la busca y captura de unas muy convenientes conquistadas monedas de apremiante recompensa.

¡En ningún tiempo, jamás, siguiendo la absorbente tradición herreña, llegó a extender la mano, para suplicar una forzada limosna!
A renovados impulsos de asidua entrega, modélica consagración y valiente empeño, con el benigno aliento de su más afectivos familiares, podía consumir el pan nuestro de cada día, merced a la quejumbrosa faena que sin cesar, voluntariamente, realizaba.
¡A la clara emisión de su espléndida buena muestra, muchos son los que aun siguen visitando a la isla, turulatos se quedan, al patentizar que en ella, no pululan esas enormes cantidades, (por no certificar que ninguna), de tantos sombríos mendicantes que, por cualquier rincón o esquina de otros lugares y urbes, asolan a los transeúntes para implorarles con contrastada machaca un desesperado donativo!
En cierta ocasión, le hice un determinado encargo al consumado y corpulento artesano, Gonzalo, para que me elaborara unos fuertes zapatos.
Por un inexplicable error aclaratorio, con la quejosa anomalía de haberle puesto unas suelas de aglutinante goma de rueda de vehículo, y un amarillento cuero acolchando al calzado, no me quedó otro remedio que pagárselos, para tener el suficiente valor de, así, poder quedarme con ellos

¡Leopoldo, fue el eficiente operario libertador que perpetrara la asombrosa mutación del risible artilugio, tiñéndolos de negro y dejándómelos completamente lustrosos, como si en realidad, fuesen de puro charol!

Cada verano, cuando un servidor pasaba unos plácidos meses por la Capital, me lo encontraba a las puertas de los bares, tiendas y negocios, al acecho de algunas empolvadas chancletas, dispuesto a dejarlas resplandecientes y así, ganarse el habitual jornal preciso.
Últimamente, aceptaba comedido mis entregas económicas para el estimulante cafecito y, ya, de cerca, muy de cerca, mirándome como podía, muy fijamente, me reconocía, prorrumpiendo en rítmicos saltitos de sonado regocijo y estimulante deleite, mientras, guturalmente, emitía unos acompasados sonidos de amistosa gratitud y cariño, casi, casi, como pretendiendo besarme las manos.

Y, no quiero finiquitar este registrado relato, sin referir aquella imprudente mala salida, llevada a cabo por la inhumana ocurrencia de alguien que, dirigiéndose a otra celebrada figura, ya, en la senectud de su existencia y bastante falto de mentales reflejos, chistosamente, le espetaran:
-.- ¡Mira, por ahí andan diciendo que Leopoldo, está “hablando” mal de ti!

¡Gracias a la vertiginosa mediación defensiva de unos considerados paisanos, a  nuestro pobre calificado conocido, no le cayó encima, la consabida soberana lluvia de duros e inmerecidos bastonazos.


Se recapacita que, la semejanza con Dios,
especialmente, se encuentra concentrada en el alma.
el cumplido compañero Leopoldo, tuvo dos:
¡la que en el Hierro, con su buen prototipo nos dejó
y la que, en el cielo, ya reposa con eterna calma!