El sabor de la Alborada

Rafael Zamora Mendez/.-Escasos son los destacados individuos que suelen errar del todo, cuando, con la mayor convicción, sostienen a pies juntillas la velada realidad de aquel preocupado refrán tan popular, (tal vez, emitido por algún ilustrado poeta) y, que los que ya cargamos con algunos vividos años por regla general, solemos poner de moda, profiriendo a cada santiamén:

Rafael Zamora Mendez/.-Escasos son los destacados individuos que suelen errar del todo, cuando, con la mayor convicción, sostienen a pies juntillas la velada realidad de aquel preocupado refrán tan popular, (tal vez, emitido por algún ilustrado poeta) y, que los que ya cargamos con algunos vividos años por regla general, solemos poner de moda, profiriendo a cada santiamén: “CUAQUIER TIEMPO PASADO FUE MEJOR”

Nosotros, perpetuos plañideros, echamos muy de menos todo aquello de bueno y agradable que un día tuvimos y que, por cualquier circunstancia, en la acumulada neblina de las comodidades repentina e inesperadamente, como caprichoso volátil humo, se nos desapareció.

Salud, riqueza, inteligencia, empleos, amistades, juventud, amores, sueños y... todo el generoso cortejo de tantos y tantos agraciados dones que hacen gloriosas las mortales delicias de este mundo, sin posible remedio, se van quedando atrás, como las leídas páginas de un interesante libro o, para ser menos instruidos y más reales, como diminutas colillas de un buen tabaco palmero que el fósforo de los años encendieron con renovado vigor y ahora, íntegramente consumidas e ignoradas, se extinguen por si solas.

Todo lo que sobrelleve permutas o transiciones, nos afecta en demasía, porque las costumbres son como serias leyes, y hasta cuando sacamos algunos billetes para pagar algo, aunque sea un simple aparato moderno que a todas horas nos proporcione imágenes o música, notamos y sentimos el grotesco berrinche de que, así como así, se nos hayan aventado de las manos.

Sin ir más lejos, para no seguir rebuscando otros muchos ejemplos que muy bien podrían asediarles, ¡hasta para los veteranos y ancianos sacerdotes, resulta algo gravoso y sacrificado, el soportado cambio litúrgico efectuado en la dialogada estructura de la actuales ceremonias religiosas, así como en la vigencia de su particular vestimenta en donde, decisivamente, ha desaparecido por completo, su característica sotana!

En estas calurosas mañanitas tinerfeñas de fuerte verano, me doy unas vueltecitas por las conocidas calles de siempre, en las que pulula tanta gente, paseando, luciendo, mirando y comprando de todo, al acompasado son de los fugaces tranvías que, velozmente, suben o bajan.

Hay mucho que admirar y bastante que ponderar o reprochar: La seriedad de los que van a su trabajo con inglesa puntualidad; el precipitado control del tráfico terrestre, al son de los eléctricos semáforos, porque... ya, ha dejado de existir aquella diligente atención humana que hace años, desplegaran unos vigilantes guardias, de una cierta y bien recordada memoria significativa y que, definitivamente, ha sido eliminada la tal faena de meticulosa asistencia que venía a resultar ser toda una encumbrada...“misión de silbato y mano”

Pocas, muy pocas son las recorridas aceras que estén completamente libres de los mal surtidos negros pegotes, sin ningún miramiento, abandonados por los desordenados consumidores de chicle que prueban a dejarlos sellados sobre el pavimento, radicalmente ajenos al urbano mal que con ello realizan.

 

Por los transitados cauces de las espaciosas ramblas, funestamente, existe una maniática desbandada de inaguantables caninos que, guiados por algunas frescas personas, libremente, les permiten efectuar sus fétidas necesidades, sobre verdes plantíos, regadas gramas y... hasta encima de las muy llamativas flores, además de los incontables e imprudentes ciclistas que usan estos recorridos como olímpicas vías de rápida circulación.

Los jóvenes escolares, luciendo el reglamentario uniforme distintivo y aprovechando el descanso colegial, para consumir gustosamente el sabroso “bocatta” doméstico, conversar, cambiar impresiones y, afanosamente, comentar los últimos eventos acaecidos, entre los que no pueden faltar, las inquietantes noticias de lo que en estos días está afectando excesivamente a nuestra querida Isla de El Hierro.

Y, entre el amplio desparpajo de esta profunda relación, por encima de todo, sin ni siquiera pretenderlo, flota mi romántico espíritu de curioso peatón, echando de menos un antiguo barranco por el que pasaba una cadenciosa manada de gruesas cabras, luciendo ufanamente y sin pudor, los inflados globos de sus ricas ubres.

¡Confieso, francamente, que aquel tiempo pasado, en cierto sentido, para mí, sí que fue muchísimo mejor, porque, disfrutaba de juventud, vivían mis padres, y podía permitirme el alto lujo de pedirle al vigilante pastor una medida de tibia leche recién ordeñada, para consumirla en su propia jarra de latón y así, saborear con ella la inolvidable viñeta de esta inconfundible tierra que solamente ha podido plasmar la bendita mano de Dios en el arrullado lienzo azul del Atlántico!