A mi padre
Cuando era niña me encantaba que me llevarás sobre tus hombros. Ver el mundo desde arriba me hacía sentir importante. Eras tan alto, tan fuerte…
Tu mano en mi mano dándome seguridad. Tan cercano y tan lejano a veces. Me gustaba acompañarte a hacer “los domicilios” (ir a las casas de los pacientes a hacer las curas o poner las inyecciones) pero odiaba quedarme sola en el coche esperando tu regreso. Tenía miedo de que algún bandido viniese para raptarme. Escrutaba con ojos asustados la calle, deteniéndome en la puerta por la que te habías perdido, para recibirte luego con un suspiro, una gran sonrisa y un pensamiento (esta vez me había salvado). Me gustaba poner mi mano sobre la tuya en la caja de cambios y comparar los tamaños, la mía tan diminuta, la tuya tan firme, grande y fuerte.
Nunca temía perderme en el supermercado. Sabía que con mirar hacia arriba podía encontrarte. Eras mucho más alto que el resto de la gente a la que conocía.
Sabía que era tu nena, tu reina y que podía tener el mundo a mis pies con sólo pedírtelo, pero nunca me aproveché de ello. Me sabía especial para ti y eso me llenaba de orgullo. Era como si entre ambos existiese un lenguaje secreto para el que no eran precisas las palabras.
Pero también recuerdo mi infancia llena de tus ausencias. Siempre trabajando. Siempre haciendo horas extras. Teniendo hasta tres empleos a un mismo tiempo. Para que no nos faltase nunca de nada, para concedernos cualquier capricho… para que hoy en día, cada uno de tus hijos pueda disponer de una casa y hasta de un apartamento en el que pasar los veranos.
Me vienen a la memoria recuerdos del tiempo que dedicabas a nuestros juegos. Ese tiempo tan escaso y que quizá por serlo, yo lo atesoro en mi memoria, asociando con aromas los recuerdos. Tu primer milagro: hacer con miga de pan una pelota para el futbolín que a José Luis le habían traído los Reyes . Te recuerdo ayudándome a escribir la carta de Reyes y la sempiterna recomendación con la que debía finalizarla: “Y todo lo que ustedes quieran”.
Te recuerdo ayudándonos a montar el escalectrix, enseñándome a nadar en la playa, a montar en bicicleta… Jamás olvidaré la diferencia entre cóncavo y convexo gracias al truco que me enseñaste para no olvidarme. Cuando me pinchabas un urbason porque el ataque de asma no cedía y ya llevaba muchas horas sin poder dormir.
Me recuerdo llevándote la cena a La Casa de Socorro las noches que tenías guardia. Las bolsas de caramelos con que obsequiabas a cada pequeño que acudía a ponerse una inyección o hacerse una cura. Eras el practicante de los caramelos. Con los años he tenido amigos a los que, hablándoles de ti, al nombrar los caramelos me han dicho sonrientes: _¡Ah tu padre era el Prácticante de los caramelos! Y me cuentan como trataban de ir a ponerse sus vacunas entre las 6 y las 8 coincidiendo con tu horario de trabajo. Y reconocen que tu tamaño les imponía pero tu sonrisa y el caramelo hacían que se les disiparan los miedos.
Sí ese hombre grande, serio y a veces distante, que se derretía con mis besos y abrazos era y es mi padre.
Papá ahora te miro y me duele tu cansancio. Hace unos años te ofrecí uno de mis riñones pero me dijiste que no podía donártelo y que no debía arriesgar mi salud, por mí, por mis hijos, por Alejandro. Te he visto luchar contra la enfermedad, hacer ejercicio, llevar a raja tabla las dietas sin proteína. Tu lucha me ayudada a seguir adelante con mis batallas personales, para las que siempre he podido contar contigo y con mamá: Hacerme las compras en tiempos difíciles, cuidar de los niños (especialmente de Alejandro), llevarlos a los médicos, invitarles a comer, ir a buscarlos al instituto cuando estaban enfermos o cuando Alejandro tenía una de sus crisis. Venir a casa a socorrerme cuando se ponía violento y no localizábamos a Helio. Irnos a buscar a Jorge y a mí al hospital tras cada una de las dolorosas pruebas a las que le sometieron. Es tanto lo que tengo que agradecerte que necesitaría mil hojas para escribirlo.
Ahora, que estás más gastado y más triste.
Ahora, que a veces siento que has perdido las ganas de luchar.
Ahora, me gustaría ser yo quien pudiera llevarte en brazos. Calmar tus pesares y devolverte la confianza en ti mismo, la salud, las ganas de seguir luchando…
Hace dos años la vida te hizo un regalo. El nuevo riñón llegó una noche de Reyes. Alguien tuvo que perder la vida para darte a ti la oportunidad de mejorar tu calidad de vida. Tienes la obligación de poner de tu parte para no tirar la toalla. Se lo debes a los familiares de la persona cuyo riñón sigue vivo en ti y, especialmente, te lo debes a ti mismo.
Ya sé que estás enfermo papá pero nunca olvides esta frase de Dyer: “NO SE PACTA CON LAS DIFICULTADES, O LAS VENCES O TE VENCEN”. Y yo sé que tú puedes seguir venciendo.
Tampoco olvides nunca QUE TE QUIERO.
Gracias por ser mi padre.