El caballero de la espigada figura
Y en mitad de aquel derrotero sin un destino demasiado claro lo único a lo que se podía agarrar aquella sociedad perdida era a frases como: “Puedo prometer y prometo”.
Normalmente los personajes históricos como es el caso de Adolfo Suárez suelen morir sin que nadie lo sepa. De un día para otro. Pero casualidades de la vida, o tal vez no tanto, la muerte de uno de los políticos más destacados y fundamentales de nuestra historia ha sido anunciada desde hace algunos días. Todos esperábamos el fallecimiento inminente del caballero de la espigada figura, dado a conocer por su hijo.
Ha sido una muerte prevista, progresiva e inminente. Adolfo Suárez y con él un trozo significativo de nuestra historia reciente acaba de esfumarse. Como se suele decir también ha desaparecido una parte cercana de nuestro presente inmediato. De esa que hemos vivido. No de la que nos han contado o hemos leído.
Para la generación que vivimos con pasión aquellos tiempos, Suárez aparece en nuestra memoria como un señor a mitad de camino entre distante y cercano. Entre derechista y progresista. No por casualidad hizo del centro su filosofía política. Ni una cosa ni la contraria. La tibieza como norma. Fue el camino intermedio entre un político que partía de la derecha más rancia pero que a la vez aspiraba a liderar a todo un país hacia eso que se llamaba democracia y que no siempre se sabía exactamente lo que era. Era un cambio amable. Suave. Un ejemplo de cómo hacer una revolución pausada y por fases.
En aquellos tiempos todo el mundo tenía miedo. Vivíamos en mitad del temor. Eran los días del terrorismo, del camino no se sabía muy bien hacia dónde. Y en mitad de aquel derrotero sin un destino demasiado claro lo único a lo que se podía agarrar aquella sociedad perdida era a frases como: “Puedo prometer y prometo”. Eso era toda la seguridad a la que era posible aspirar.
Suárez venía de la derecha franquista y se quedó a mitad de camino hacia la izquierda que luego retomó Felipe González. Hoy nos resulta difícil hacernos una idea de lo que ocurría en aquellos tiempos.
El paro y la crisis era muy similar a la que vivimos ahora, sólo que entonces nos parecía normal. La recesión, el desempleo, el terror en el escenario en el que nos movíamos era algo cotidiano y habitual. Nuestra generación aprendió a vivir en mitad de aquella obra de teatro cuyo desenlace desconocíamos pero que algunos nos negábamos aceptar. Y efectivamente el progreso llegó a partir del punto en el que Suárez ya no podía continuar.
Los socialistas nos movíamos en aquellos tiempos sabiendo que el cambio iba a llegar antes que después. Para los españoles resultaba inusual las críticas un tanto brutales que González lanzaba contra Suárez. Llegados del franquismo nadie podía encajar con facilidad aquel nivel de enfrentamiento. Nadie como él supo aglutinar tantas ideologías sobre sí, sobre su persona. Los políticos hasta entonces eran una casta intocable.
Y de pronto los españoles veían como de un día para otro las batallas dialécticas en el Congreso de los diputados se convertían en algo más parecido a un combate que a la retahíla de discursos vacíos y rimbombantes a los que hasta entonces nos había acostumbrado la dictadura. Los españoles tuvimos que encajar muchas cosas de golpe y no siempre nos resultó fácil el aprendizaje.
Y en mitad de aquel panorama, a mitad de camino, entre ilusionante y terrorífico estaba Suárez. Con su figura espigada, sus discursos engolados y sus intentos desesperados por dar seguridad a un país que no sabía muy bien hacia dónde andaba. Y detrás de Suárez había otro señor con la figura también espigada. Un rey que se situaba en la retaguardia del primer ministro y le marcaba el camino y el ritmo pero sin que se notara demasiado.
En un país de quijotes y personajes que intentaban enseñar a un pueblo que a veces los molinos sí son gigantes y no por eso hay que tener miedo, Suárez y don Juan Carlos, don Juan Carlos y Suárez eran los personajes fundamentales que se esforzaban por dar seguridad a una nación. Por demostrar que la ilusión era posible. Se habló de soledad, de su soledad en su partido, de su pérdida de confianza.
Desde hace años Suárez había desaparecido ante los españoles rodeado de la enfermedad y la niebla del olvido. Como si tanto esfuerzo titánico por cambiar un país le hubiese ocasionado un apagón mental. Un progresivo fundido en negro con final anunciado.