Madre no hay más que una, pero Padres somos dos
Intuyo que esta vez, la avaricia de poder de Sánchez ha roto el saco. No es ya que haya caído en la tentación totalitaria, cosa que por otro lado le ocurre a todo gobernante, sino que su cesarismo con avaricia, le ha llevado a estos idus de marzo, y puede que me equivoque, pero creo que lo de este último episodio quizá sea el principio del fin de Sánchez.
La fabrica de explosivos Redondo-Sánchez cada vez se parece más a los de marca Acme, que acaban por estallar en las manos del coyote, como en los famosos dibujos animados del correcaminos. Pero no voy a escribir más sobre este tema, porque quedan muchas operas bufas en esta gran tragedia sobre la villanía y la infamia en que se ha convertido el fangal de la vida política española.
Pero si que les quiero escribir sobre un tema mas amable, dado que por estas fechas hace ya diez años mis padres abandonaron este mundo, no sin dejar a su paso por él, buenas obras que aún muchos recordamos. A ellos no sólo les debo la vida, que ya es mucho, porque como decía el gran filosofo y emperador Marco Aurelio: “Cuando te levantes por la mañana, piensa en el inmenso privilegio que supone estar vivo -respirar, pensar, disfrutar, amar”, sino que además les debo todas las metas a las que he podido llegar en esta vida.
Estoy seguro de que si algo querían para mis hermanos y para mí era que fuésemos, ante todo, buenas personas y después buenos profesionales. Sí lo consiguieron conmigo no me corresponde a mí juzgarlo, pero desde luego si no fuese así, habrá sido porque yo no he dado la talla, no por que ellos, no pusiesen todo el empeño, todo el esfuerzo y sacrificio, todo el amor.
Es por eso, porque todos los que fuimos primero hijos antes de ser padres, que sabemos que lo único que queda en este mundo son las obras, y no sólo las que tienen un resultado físico, material, sino las buenas obras en lo espiritual o lo intelectual, y por las que suelen ser recordadas con afecto y con deleite las buenas personas y profesionales.
Hace ya unos veinte años aproximadamente, en que los derroteros profesionales me llevaron por un departamento educativo autonómico donde entre otras competencias se tenía relación con los padres de alumnos. Fue allí, donde quizá por primera vez, oí hablar del AMPA, esto es asociación de madres y padres de alumnos.
La verdad es que el término me sorprendió, primero porque yo estaba acostumbrado a un lenguaje que no por académico dejaba de ser inclusivo, es que lo era porque cuando nos referíamos a los padres, el buen entendedor asimilaba perfectamente que se trataba de los dos progenitores, padre y madre, si se quiere varón y hembra, hombre y mujer, porque de lo que se trataba y se trata siempre con la lengua es de comunicarnos, de emitir un mensaje y que este sea entendido por su receptor, y como una de las leyes básicas de las lenguas humanas es la característica de la economía lingüística, según la cual y al decir de Martinet responde a los principios de eficiencia, dualidad e intercambiabilidad, esto simplificándolo significa que en materia de lenguaje “menos es más” o que se rige por la ley del mínimo esfuerzo, de modo que la lengua como reflejo de la tendencia humana a obtener el máximo efecto posible a partir del mínimo esfuerzo y por tanto el desdoblamiento de género, por ejemplo el cacareado compañeros y compañeras, etc, es innecesario, pues va contra la norma de minimizar el esfuerzo y de decir más con menos palabras.
Esto como primera consideración, era lo que me sorprendía de las mentadas asociaciones de madres y padres de alumnos, si bien que la cosa del AMPA también rechinaba, fonéticamente hablando, por su palabra homófona hampa. Esto último si lo ponemos en relación con esa tendencia tan española de convertir el ideal asociativo en corporaciones del mal y sindicatos del crimen, tipo SGAE, colegios profesionales, sindicatos, asociaciones para la extorsión y demás, comprenderán que lo del AMPA y el hampa me traía la risa.
Estas consideraciones sobre el lenguaje que son entendibles para cualquiera, siempre y cuando no se sea ministra de igualdad, cargo al que se accede últimamente por ser “mujer de”, es lo que me ha inspirado el título de este artículo. Bueno eso, y el ejemplo de muchos padres, que ahora dicen de familias monoparentales, para referirse a aquellos progenitores separados, divorciados o que sin haber mediado vínculo matrimonial han procreado y con posterioridad ha cesado la convivencia y ejercen de padres por separado y responsablemente. Son aquellos progenitores conscientes, como lo fuimos nosotros como afortunados hijos en el marco de familias estables, y a los que quizá la fortuna de un matrimonio feliz, no nos sonrió, y no por ello somos menos conscientes de que un niño o una niña necesita de un padre y una madre para su desarrollo integral, y para su felicidad futura.
Padres como mis amigos Óscar Mendoza, Gustavo González, Jonás Martín, y mi sobrino Ricardo Cobiella, que se preocupan por sus hijos, que cuidan de ellos con amor y que a diferencia mía y de otros tuvieron la posibilidad de tener una custodia compartida, por la que tantos padres separados y divorciados han luchado y sufrido, algunos hasta la desesperación y el suicidio, aunque de estos ni se hable, ni se cuenten en las estadísticas de lo políticamente correcto.
A estos padres amorosos y a los que también lo fueron y lo son pese a una legislación afortunadamente superada y absolutamente sesgada que ninguneaba al padre siempre en favor de la madre, exprimiendo económicamente al primero y negándole “de iure y de facto” una comunicación fácil, fluida, flexible y natural con los hijos, a estos quiero felicitarles por el próximo día del padre y también expresarles mi admiración y animarles a que perseveren en la buena crianza y en la transmisión de valores y sobre todo de amor. Porque aunque entiendo como una reacción natural instintiva que ante los agravios pasados y las humillaciones a veces se sienta el deseo de hablar mal a los hijos del otro progenitor, esto no es bueno, y no lo es porque a la postre a quien se hace daño es a los inocentes, a los hijos, y acaba por volverse contra uno mismo. La cizaña nunca ha sido buena siembra, por el contrario, el amor acaba por dar los mejores frutos. Y naturalmente la sugerencia también vale para las buenas madres, que haberlas, haylas.