Los hipopótamos del río grande
Mi amigo estaba deprimido tras su divorcio, y tuve que acompañarlo a un viaje para que se olvidara de Beatriz.
Mucho calor, corretean los monos por las praderas de césped, brincan de un árbol a otro mientras en las piscinas juguetean damas obesas con sus jóvenes amigos.
Sobrevuelan aves de intenso colorido, damos un paseo en canoa por los manglares donde las mujeres recogen ostras, y nos fotografiamos delante de gigantescas termiteras. Al regresar, el recepcionista nos recomienda que recibamos la bendición de Ousman, un marabú, un hombre ciego que afirma tener el don de la adivinación y cura las dolencias del amor.
La plataforma continental permitía adentrarse en la playa de aguas tibias sin que te llegaran a la cintura, en las cercanías había vida nocturna y restaurantes con buena comida en los que actuaban grupos de reggae. Con nuestro optimismo de recién llegados había conseguido yerba de buena calidad, pero cuando estábamos disfrutando un buen porro antes de tomar el plato de arroz con pollo -el regusto del jengibre, las especias, el curry y el chile- aparecieron hombres de paisano que nos quitaron los cigarros con gran alboroto y nos amenazaron con sanciones.
Al día siguiente el regateo fue con los taxistas para movernos hacia la zona donde se concentran los hipopótamos, los animales más mortíferos del continente. Aunque son vegetarianos, son más peligrosos que el rinoceronte y solo los desbanca el mosquito, que puede transmitir malaria y paludismo. Con sus fuertes mandíbulas y largos colmillos no dudan en abalanzarse sobre los intrusos. Desarrollan un comportamiento muy territorial dentro del agua, cada macho establece sus zonas de dominio. El intentar verlos suponía movernos trescientos kilómetros hacia el interior, teníamos que hacer noche en una pequeña ciudad en la que se juntaban chiquillos pedigüeños, mercadillos de artesanía de madera y pinturas sobre tela.
A medida que nos alejábamos de la costa el calor se hacía más denso. En las llanuras crecían arbustos achaparrados, baobabs y acacias de espinas, en los afluentes surgían los cañaverales. En el campo aún existían casuchas de adobe y en las aldeas las construcciones de ladrillo con cubiertas de planchas de metal se agrupaban en torno a una planicie central en la que siempre se alzaba una pequeña mezquita cerca de los arrozales.
Al día siguiente nos adentramos en la corriente con unos ingleses, en las orillas había grupos de niños. Le pregunté al guía por qué no había niñas y me respondió que, como era su obligación, estaban en casa, ayudando a su madre en las labores.
El guía se llamaba Sulayman, de joven logró saltar la valla de Ceuta, trabajó en Europa.
–Soy afortunado porque he podido regresar a mi país con buena posición. Construí una casa con motor propio para la electricidad, tengo tres mujeres y diecisiete hijos.
–Eres un hombre importante –le dije.
–Alá es grande.
Cuando llevábamos una hora navegando, nos detuvimos y señaló en silencio hacia una orilla donde vimos cuatro de tamaño considerable. Cuando ya dábamos la vuelta hacia el alojamiento encontramos otro que nos observó imperturbable mientras grabábamos vídeos. Podíamos contemplar babuinos y chimpancés en las orillas selváticas, así como hienas, antílopes e iguanas. Además habían reintroducido orangutanes después de que estos fueran extinguidos por la caza, como les había sucedido a las jirafas y los elefantes.
En modestos restaurantes comíamos chicken yassa y exquisitos mangos.
Cuando volvimos a la civilización, sin que yo me enterase, Jonathan recibió una llamada de Elena, mi pareja de entonces. Sin duda era de agradecer su comportamiento de cuidar de mi amigo porque por mi parte no había más ganas de viajar a un país lejano para seguir contemplando la fauna y la flora. Desde entonces él vive contento pero el que se quedó en completo celibato fui yo mismo. Y todo por ser buen amigo.