El perro de la chatarra
El olor inconfundible que no ha dejado de perseguir durante años se le presentó en aquel lugar. Sucio, fatigado, con la mirada manchada de hastío y sin saldo de lágrimas, olfateó ansioso, cautivado por todos aquellos coches apilados en la chatarra. Nunca una imagen le había recordado tanto a sí mismo.
Aquellos amasijos de hierro oxidado, alguna vez fueron nuevos, brillantes bajo el paño que sacaba lustro acariciando la pintura y ahora aparecían inertes unos sobre otros, con la firma en óxido que el tiempo escribe sobre el metal. Observó la trasera de aquel automóvil moribundo. Era él sin duda. Roto y sin brillo, pero era él.
Volvió a sentir la punzada desgarradora que nunca le ha dejado desde aquel maldito instante en que se distrajo un segundo y escuchó el sonido del abandono golpeando el oído en forma de puerta que se cierra y gomas que chillan sobre el asfalto. Corrió, corrió como nunca lo había hecho, sin entender como aquellos ojos que le miraban por el retrovisor habían perdido el brillo de la sonrisa, aquel resplandor de pupilas con que se lustran los coches nuevos y se acaricia a los cachorros.
Se sintió extrañamente feliz. Tras años de frío, hambre y penurias por fin había encontrado el coche de su dueño. Se echó en paz junto al maletero que rozaba el suelo ahora que el auto había sido despojado de sus ruedas y con la inocencia de los niños vírgenes de vida y la ausencia de maldad de los perros abandonados, durmió feliz aquella noche. Era cuestión de tiempo que todo volviera a ser como antes: el paño acariciando la pintura, la mano acariciando su cabeza. Era cuestión de tiempo que su dueño volviera a por ellos.