¿Real Madrid?
Aunque mi visión del mundo y mis conocimientos de la historia me alejan profundamente de la monarquía, lo de “Real” Madrid, sonaba a grandeza en mi cabecita infantil. Una de las decisiones que se toman con la inconsciencia de la niñez es la elección del equipo de fútbol al que vas a declarar fidelidad toda tu vida.
Durante mi infancia, el Tete era un ente deportivo insignificante que ocupaba un lugar secundario en la tercera división de mi corazón, y puestos a buscar a quien entregarle mi inminente pasión por el fútbol, me quedé prendado de un equipo que representaba el blanco inmaculado del uniforme y la heroica. Aquel Real Madrid ochentero estaba plagado de lo más brillante del panorama futbolístico nacional: la Cabeza con imán de Santillana, el bigote impenetrable de Miguel Ángel, la personalidad arrebatadora de Camacho, la magia creativa de Juanito… y, como aliño foráneo, algún toque de liderazgo como el de Uli Stilielike.
Aquella combinación de los más granado del producto nacional y la necesaria cantera se combinó para hacer del Bernabeu una fortaleza indestructible: la nueva Esparta o la antigua Constantinopla. Cómo no enamorarse de los valores del juego limpio, de la asertividad y señorío de Del Bosque, del espíritu combativo de los españolitos que, tras años de atraso en la burbuja de la dictadura y enfundados en el merengue, se quitaban complejos a lomos de las victorias de un caballo blanco impoluto.
Con los equipos pasa como con los hijos, pueden defraudarte y hacerte sufrir, pero no se dimite de ellos. Como padre, he intentado olvidar los afectos cegadores y el fanatismo hacia el retoño propio, porque es la única forma de detectar el problema e intentar resolverlo; como aficionado me ocurre lo mismo. El apego hacia el Madrid no me lleva a perder el juicio y el espíritu crítico, porque el padre y el aficionado quiere lo mejor para los suyos. Con profunda pena, he observado a lo largo del tiempo que los valores que despertaron el enamoramiento de aquel niño se han ido diluyendo paulatinamente.
El éxito del fútbol consiste en la identificación pasional con los triunfos y los fracasos de once millonarios que tienen en sus manos (o mejor, en sus pies) el estado de ánimo de miles de aficionados que presumen de los goles como propios y fruto del esfuerzo que se realiza desde el sofá con una mano en la cerveza y un insulto en la boca dirigido al árbitro, que “siempre nos pita en contra”, en un ejercicio de parcialidad infantil e irracional. Pero la erótica del triunfo no funciona siempre con la misma intensidad. Si el equipo está plagado de jugadores de la tierra, y más aún, si están criados en las bases de la cantera, el “orgasmo” futbolístico se vive con otra pasión.
De ahí que algunos madridistas tengamos la sensación de que “se nos rompió el amor de tanto usarlo”. La verdadera pasión, la que cala hasta los huesos, no se compra con millones “florentinescos”. Asistimos a la incoherencia de que la selección conquiste Europa y no pueda conquistar la casa blanca, indiferente a las señas de identidad. El producto nacional que lidera el mundo del fútbol es ignorado y suplantado por una recopilación internacional construida a golpe de talonario. El dinero es poderoso, más extremadamente frío en un mundo de pasiones
. Pero aparquemos la temática identitaria, porque no es la única seña de identidad que se ve comprometida. A La clase, la deportividad o el señorío… no se puede renunciar por muchos goles y cabalgadas de Vinícius, que ya no es tan junior, y que debería recibir lecciones de lo que ha simbolizado ese escudo en otros tiempos. Los futbolistas trasmiten valores o disvalores en cada caso, que niños como el fui, copian y que determinan la afinidad o el rechazo hacia una institución. Para rematar la triste imagen de un rico tan pobre que solo tiene copas de Europa, se produce el desplante en la ceremonia del balón de oro donde un español lo obtiene después de sesenta y cuatro años, mientras más de uno pensamos que el verdadero esfuerzo tenía que haber sido el fichaje de Rodri, cerebro privilegiado que mejoraría al propio cirujano retirado. Lejos de ficharlo, le hacemos un feo inmerecido en un monumento a la soberbia que no representa la imagen histórica del Real Madrid.
Demasiadas manchas para una camiseta tan blanca. Afortunadamente, las instituciones sobreviven a las personas y confío en que en algún momento de retorne a los orígenes para que los niños que ahora deciden a qué equipo declarar fidelidad de por vida, tengan una referencia de grandeza que no se procesa solo en triunfos, sino también en principios y valores. El Madrid debe remontar como institución igual que lo hacía en el campo en aquellos lejanos ochenta en los que lo de “Real” aún sonaba a grandeza.