Hacia Cayo Hueso
Seguían sucediéndose las marismas y el sol pasaba de ser nítido a diluirse con las plantas en la orilla. Era un espectáculo incesante de oleajes mínimos...
Alba Sabina Pérez.-Su rostro era el de una joven mulata de tercera generación. Me miraba con una sonrisa leve cuando introduje mi primer dólar en la máquina depick-up del bar donde servían los mejores panqueques de toda la Florida. Bailé al son de The Kinks gritando a la cámara de mi amiga lo bien que se está donde el horizonte no existe.
Salimos de allí, Laura y yo, estómagos llenos y bolsos rebosantes de botes de leche evaporada. Yo recordando a Borges. Había soñado con él la noche anterior, conversando sobre Dahlmann, que al principio de El sur era el propio Jorge Luis postrado en la cama, delirando con fiebres altísimas tras un accidente.
―Señor Borges, ¿usted cree que lo matan?
―Vos lo sabés si lo matan, ¡yo lo digo en el cuento!
―¡Usted no lo dice en el cuento!
Y ahí acababa todo, con él y yo en el plató de «A fondo» en 1976. Estaba claro que era un sueño, porque yo no trato de usted a nadie.
En la puerta del Pancake's Land la mulata se acercó. Había estado escuchando nuestra conversación acerca del viaje y necesitaba transporte. Cuando la vi de pie noté que estaba embarazada, ya con una barriga prominente.
―Chicas, ¿me podrían llevar hasta el Tikki Bar? Les pago si quieren. No tengo casco, pero podemos parar por el camino y compro uno.
Yo dudé en aceptar, sobre todo por el peligro que conllevaba para ella, pero Laura me miró con aplomo y decidimos que ésa era una responsabilidad suya. Tenía acento venezolano. Se subió en mi moto. Pronto paramos en una de esas farmacias donde venden de todo, compramos el casco y seguimos el camino en nuestras Hondas, con aquella mujerona en mi asiento de atrás.
Con el viento a mi favor, me contaba, no sin cierta dificultad, que había quedado con el padre de su hijo en el Tikki, pero que su coche la había dejado botada en South Beach Miami y estaba cansada de ir en guagua, que necesitaba sentir el fresco del aire de los Cayos en su frente.
Yo trataba de contarle nuestra historia. Mi amiga y yo nos habíamos quedado sin trabajo en España, y con la liquidación habíamos cogido un billete a Miami. Al llegar allí, nos habíamos ido a la reserva india más cercana y yo había entrado en el torneo de póquer que había visto anunciado días antes en internet. Había ganado el primer premio, nos habíamos comprado las motos y los cascos, y ahora íbamos a recorrer el largo trayecto hasta Cayo Hueso para luego ir a Cuba y regresar, o no. No teníamos ni idea.
Catherine, la mulata embarazada, nos contaba que debíamos quedarnos unos días en el bar. Su novio trabajaba allí. Ella había tenido que regresar a hacerse ecografías a Orlando, donde vivían sus padres y tenía su médico, pero también solía residir en el Tikki haciendo jobs de extra, como bailarina en la Fiesta de la Camisa Mojada y en los espectáculos que había cada semana. Contaba cosas estupendas de aquel lugar. Muchos de los residentes eran turistas que habían encontrado trabajo y se habían quedado. De pronto se me antojó que no era mala idea pasarnos allí unos meses como bar tenders, o sin trabajar, tomando mojitos y viviendo sin preocupaciones, escribiendo, yo conversando con Borges por la noche, hasta que me revelara el destino o la identidad real de Dahlmann, saber por fin si había llegado a leer las Mil y Una Noches en aquella cama febril del sanatorio. Total, teníamos el maletín lleno de dinero que ahora cargaba Catherine sobre sus piernas sin saber qué contenía.
Seguían sucediéndose las marismas y el sol pasaba de ser nítido a diluirse con las plantas en la orilla. Era un espectáculo incesante de oleajes mínimos. Le hice una señal a Laura para parar en un McDonalds a tomar agua, en una apertura de la fina tierra hacia el continente. Frenamos las motos. Descendí, me acerqué al retrovisor y vi mi figura, delante de la de mi amiga, perfectamente desdibujada, y el flash de su cámara tomar una foto de ambas y distorsionar la imagen hasta convertirla en el blanco absoluto. Miré enfrente y en un local enorme estaba el cartel de madera del Tikki Bar, caído casi por completo, abandonado hacía ya mucho tiempo...
Aún somnolienta, escuché de nuevo la voz del croupier:
―Trío de jack's, trío de ases, póker de damas. Felicidades. Tercer puesto para la señorita.
Sonreí. Aún con el tercer premio nos daba para comprar las motos. Sonaban The Kinks. La mulata y el yankee se besaron y continuaron la partida. Vi que ella estaba embarazada y escuché la voz de Borges todavía resonando en mi cabeza, después de dos noches sin dormir:
―¡Vos lo sabés! ¡Yo lo digo en el cuento!