El Cura
Tarde fría , tarde de lectura...
Hace ya muchos tiempo dejé por estos andurriales varios relatos cortos que fueron leídos y comentados por las amistades. Para no perder la costumbre (o no perderla tanto, al menos), os dejo otro para el que guste leerlo... Con que haga pensar un poco, su objetivo está más que cumplido (y ya saben, si Belén Esteban escribe un libro... todos manos a la obra)
Cuando se murió don Rufino estuvimos mucho tiempo sin misa. Era un cura mayor al que no le gustaban mucho los niños, se ve que le poníamos nervioso: corríamos en la iglesia, hablábamos muy rápido… y él se llevaba las manos a la cabeza, sudaba y decía – No, no…esto no puede ser.
Las señoras mayores, que hacían de todo en la iglesia, pasaban el cepillo, leían y cantaban en un tono muy agudo sí que lo querían mucho y decían – Pobre don Rufino, que en paz descanse.
Pasado el tiempo llegó don Fernando, que era un cura joven. Llevaba pantalones vaqueros y no se ponía camisas de curas, esas que llevan una etiquetita blanca. Don Fernando era alto y con barba; y siempre estaba sonriendo (la verdad es que no me acuerdo de verlo nunca enfadado). Entabló enseguida una buena amistad con mi abuelo, hablaban mucho y a veces venía a casa a comer. En la sobremesa tomaban café y don Fernando sacaba un cigarro y lo fumaba relajadamente… (la verdad es que tampoco había visto a ningún cura fumando).
En la iglesia él nos daba la catequesis y nos enseñaba la vida de Jesús. Nos contaba historias maravillosas de milagros y parábolas y nos decía que Dios nos amaba. No nos preguntaba el Credo ni los Mandamientos, como don Rufino, que se enfadaba si fallabas o te echaba de la catequesis si te reías. Don Fernando era diferente y nuestras cosas le parecían divertidas y hasta en ocasiones, nos contaba cosas para hacernos reír.
La iglesia se iluminaba con él dentro y en la misa parecía un ángel con sus ropas blancas y su cruz en el pecho. A los niños nos dejaba leer, pasar el cepillo y hasta tocar las campanas, que era lo más divertido.
Pero las señoras no estaban contentas con él. Hacían corrillos, hablaban bajito y se callaban cuando pasaba por su lado. La verdad, es que creo que él lo sabía y hacía como si no… las saludaba sonriente y seguía a lo suyo.
En ocasiones, después de la misa del sábado, nos quedábamos un rato charlando en la sacristía y le veíamos quitarse la ropa de decir misa con mucha calma, como si fuera un ritual y la doblaba toda. Era muy ordenado.
A la iglesia solamente entraban las mujeres, salvo que hubiera un entierro. Entonces los hombres si venían y se ponían de pie al final y con los brazos cruzados… pero rara vez prestaban atención a lo que se decía, ellos hablaban en voz baja de sus cosas de hombres, de cabras y de tuberías.
Pero el día del funeral de don Marcial, sí que escucharon lo que dijo don Fernando. En la homilía había un murmullo, pero mientras hablaba se acabó haciendo un silencio de impresión… les habló de Jesús y de la justicia social, de que no se podía tolerar la injusticia.
Habló de la explotación y del caciquismo, cosas que yo no entendía, pero que parece ser que eran horribles. También dijo firmemente que no se puede ignorar el sufrimiento de los que están a nuestro alrededor y mirar para otra parte. Por último añadió unas frases que nunca pude borrar de mi memoria: “no nos podemos vender. No nos deben comprar. Nuestra dignidad vale mucho y hemos de mantenerla a toda costa”
La gente escuchó atentamente, pero no parecía contenta. A la salida de misa hablaban en corrillos.
Poco tiempo después, don Fernando se marchó y no lo vimos más. Del Obispado enviaron a don José, que era como don Rufino.
Las señoras se pusieron contentas otra vez…
Pedro Rodríguez