El Gancho
Mi padre, que me llevaba de la mano, se paró a contemplar una partida de ajedrez en pleno Parque de Santa Catalina.
Acabábamos prácticamente de detenernos, cuando un señor trajeado, de pelo muy negro aplastado sobre su cráneo con mucha brillantina, se le acercó y le dijo algo al oído. Nos alejamos unos pasos y el hombre, mirando por encima del hombro a un lado y a otro, se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un envoltorio, que no abrió hasta que se cercioró, volviendo a mirar por encima del hombro, de que no había nadie fisgoneando sus cautos movimientos.
Mientras aquel hombre repeinado parloteaba yo me dediqué a observarlo: Tenía un enorme anillo dorado en el dedo corazón de su mano izquierda, y, de vez en cuando, la manga de la chaqueta que cubría su brazo derecho te dejaba ver una esclava o pulsera, también dorada, que lucía una inscripción.
Las uñas de los dedos meñiques de ambas manos eran muy largas… y de dudosa higiene; a la altura del cogote, su planchada cabellera se convertía en un mar de incontenibles ricitos azabaches y en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta, aparecía un pañuelo lila, del mismo intenso color de su camisa y de su corbata.
Yo no entendía que estaba pasando, pero oí a mi padre decir:
-No gracias, no estoy interesado.
El hombre entonces extrajo del envoltorio un destelleante reloj dorado que me pareció precioso. Mi viejo, sin soltarme de la mano, empezó a caminar hacia la parada de la guagua, mientras seguía diciéndole al insistente individuo que no con la cabeza.
En un momento dado, el hombre, le dijo:
-¿Pero "zeñó", cómo va usted a dejar escapar una ocasión "asiM"?... éste es un reloj suizo, de la marca Cauny... ¡de puro oro macizo!,… ¡de 24 quilates!… ¡por mis muertos!... esto no es cualquier cosa, hombre... Lo vendo porque lo estoy pasando malamente y tengo que llevarle comida a los churumbeles… ¿comprende?
Mi padre se paró, tomó el reloj en sus manos, como sopesándolo, y le dijo, pacientemente, al insistente mercachifle:
- Óigame, este trasto lo que tiene es un baño de oro, si no pesaría más… y ya le he dicho que no estoy interesado…
Entonces el individuo, que hasta aquel momento parecía no haber reparado en mí, poniendo su mano sobre mi cabeza, le contestó:
- Le juro a usted, por la salud de mis hijitos, que es de oro macizo… y "entodavía" no le he disho el precio… ¡son quinientas pesetillas de na!… cómprelo para su hijo, como una inversión pa´l futuro…
A mí la idea me encantó. Ya me veía luciendo aquel reloj de pulsera, siendo la envidia de toda mi tropa barranquera…
Pero mi padre, insensible a lo que aquel señor le proponía, seguía avanzando hacia la parada de la guagua, estrujando mi sudada manita en su tosca manota izquierda.
Entonces, el persistente vendedor cortó el avance a mi padre cerrándole, literalmente, el paso, mientras le decía:
- Ea… se lo dejo a usted, porque me ha caído bien y porque se ve que es usted un hombre inteligente, en sólo trescientas rubias… un regalo, caballero.
Yo seguía sin entender como mi padre podía rechazar tamaña oferta… Aquel hombre necesitaba el dinero para darle de comer a su familia y le ofrecía un valiosísimo reloj por una bagatela ... ¿cómo iba a desaprovechar esa maravillosa oportunidad de ayudar a unos niños famélicos y de comprarme esa rutilante joya?
Y entonces, un señor que paseaba por el parque se nos acercó y, muy amablemente, dijo:
- Perdonen caballeros, hace rato que los veo hablar y me gustaría saber qué es lo que usted le propone a este señor.
El de los ricitos en el totizo, guardando las mismas precauciones, le mostró al recién llegado el reloj y le dijo:
- Estaba diciéndole aquí al caballero que se lo vendo por SOLO quinientas pesetas, porque necesito comprarle comida a mi familia, que este reloj suizo marca Cauny, de oro macizo, cuesta miles de duros… pero ya sabe usted, la necesidad...
El individuo que nos acababa de abordar vestía también de traje, y aunque no llevaba camisa ni corbata chillonas, ni lucía anillos, ni esclavas, si tenía la uña del dedo meñique de su mano izquierda igual de larga que las del vendedor del reloj… y, además, su acento, pretendidamente canario, en el fondo era muy parecido al del primero…
- Se ve que es un reloj bueno, y si el señor no se lo compra, a mí me interesa, pero no le puedo pagar lo que pide… yo le puedo dar hasta trescientas pesetas…
Mi padre empezó a estrujarme la mano, lo miré y vi, que estaba poniendo la misma cara que solía poner cuando se enfadaba conmigo… y entonces, sin subir mucho la voz, pero mascando las palabras, le oí decir:
- ¿Ustedes se creen, coño, que yo me acabo de caer de la mata?- el viejo se había criado en Cuba y usaba muchas expresiones propias de los cubanos-… ¿Qué pasa, me ven cara de primo o qué?... Usted me está tratando de vender desde hace rato una baratija, y usted – dijo volviéndose al caballero que tan cortésmente se nos había acercado- es el GANCHO de este estafador… y se me quitan de en medio o no respondo de mí… ya está bien, coño… ¡búsquense a otro primo, o pónganse a trabajar de estibadores en el muelle!
Yo estaba realmente avergonzado, no entendía como mi padre, persona normalmente afable, acaba de ser tan descortés con aquellos dos caballeros.
Por cierto, cuando me quise dar cuenta, los dos individuos iban trasponiendo en diferentes direcciones, dejando atrás un rastro de penetrante olor colonia...
Entonces mi padre y yo abordamos la guagua en dirección a Bravo Murillo, de donde salían los coches de hora hacía Guía.
Yo iba muy apenado y debía estar muy cansado porque cuando mi padre me despertó estábamos al lado de la Estación de los coches “di hora”.
En el trayecto hasta mi pueblo fui las dos horas, amulado, mirando por la ventana el paisaje, mientras mi padre leía LA FALANGE. Al llegar a San Andrés , como siempre, me tocó el hombro y me recordó que debía de aspirar el penetrante olor a algas, que eso era bueno para los pulmones porque tenía mucho yodo.
Yo seguía enfurruñado y ni el coche “pulga” que me había comprado en un quiosco del Parque Santa Catalina me contentaba. Me había hecho ilusión aquel reluciente reloj… ¡lo que yo me la hubiera “echado” con aquella máquina en mi muñeca!... También, aunque de refilón, me daba pena de aquellos niñitos que no tenían que comer y a los que mi padre había condenado a morirse de hambre.
Cuando aquella noche se lo conté a mi madre, ella me trató de explicar que había gente que vivía de engañar, de timar, a sus semejantes; que el reloj seguro que era falso, que, por supuesto, no era de oro; y que el hombre que trató de vendérselo a mi padre, no tendría ni siquiera hijos... que si mi padre lo hubiese comprado la maquinaria se habría parado a las pocas horas… y que si estudiaba, mi padre me compraría un día, en la tienda del “indio” Chanrai, un reloj de pulsera… y así fue.
Desde entonces desconfío de los que pretenden venderme duros a tres pesetas.