Sólo florece en el jardín del corazón
En el impenetrable corazón del extraordinario jardín humano, la valorada flor de la invocada NOBLEZA, tiene un valor excepcional, sublime y verdadero.
Después de haberme enterado del anexo y excitante correo que uno de mis avispados alumnos en Venezuela, HUGO JOSÉ CONTÍN ESPINOZA, allá, por los años 60, siendo por aquella remota época, un despierto chavalito y que, hoy en día, de hombre ya, haya tenido, la sugestionada distinción de ubicarlo en Internet, para intentar indagar con mi paradero, no me queda otra superior compensación que exponerles aquí públicamente, los bienhechores sentimientos que tal mensaje ha sido capaz de producirme.
Estas evidentes muestras de reconocida admiración, suelen calar hasta lo más recóndito del alma, penetrando en el ánimo con una fuerzas y potencias tales que, a todas luces, resulta radicalmente bastante complicada la simple y torpe intención de pretender arrinconarlas en las tenebrosas sombras de la cruel indiferencia.
Algunos grandes pensadores, han llegado a certificar que las ofensas deben ser grabadas en la arena y, los beneficios, en mármol y que, un índice de debilidad mental, viene a resultar ser, el particular menoscabo de la glacial ingratitud.
En el impenetrable corazón del extraordinario jardín humano, la valorada flor de la invocada NOBLEZA, tiene un valor excepcional, sublime y verdadero.
¿Cuántos de nosotros evocamos con sentido cariño a los sacrificados educadores que nos inculcaran enseñanza, modales, urbanidad, primeras letras y todos aquellos dotados conocimientos elementales, merced a los cuales, hoy por hoy, nos estamos rigiendo en la vigente sociedad?
A mi mente acude la paternal figura de Don Antonio Riveira, un exiliado profesor de origen gallego, acérrimo enemigo de la política franquista, que me impartiera clases de cultura general, cuando exclusivamente usábamos la abultada “ENCICLOPEDIA DALMAU”, notable elemento escolar, con todas las impresas materias por asimilar, adjuntas.
Era un maravilloso narrador de leyendas, impresionante y único. De él, se me quedó grabado perennemente, el imperecedero cuento de
Don Miguel de la Rosa, un enjuto anciano pedagogo, casi encorvado, que, al parecer en aquellos vetustos años, no se le permitía la merecida y más que bien ganada jubilación y que, la mayoría de las veces, se quedaba hasta cabeceando, como dormido, mientras nosotros hacíamos ejercicios de engalanada caligrafía o de variopintos dibujos y... al que, en cierta traviesa ocasión, le adelantamos el enorme reloj de pared que campeaba en el aula, logrando así salir de la clase, casi una hora antes del evidente tiempo escolar vespertino correspondiente.
Don Moisés Montaño, de rubio cabello ensortijado y portando unas sugerentes gafas de gruesa concha, quien desde muy lejos, en moto, recorría a diario una buena cantidad de kilómetros para llegar puntual a su cátedra y romperse el coco, distribuyendo sus probados conocimientos fidedignos, entre unos cuarenta o cincuenta diablillos, ansiosos de adquirir primordial sapiencia.
¡Y, así, podríamos estarles mencionando a un buen número de estas atesoradas e insignes figuras que, personalmente, para mí, fueron unos auténticos héroes y, a los cuales, hoy les brindo el justo y familiar homenaje de mi más complaciente y afectuosa GRATITUD!
¡Este inverosímil buen reclamo de mi considerado discípulo, CONTIN, me ha proporcionado tales sugestivas remembranzas!
¡Ellas han hecho posible, merced a la ingente generosidad de mi buen amigo, para que, en su “Gomeraactualidad”, se haya logrado reflejar los suspirados encantos de unas flores que, por desventura, suelen tener insuficientes brotes reproductivos!