Ciudadanía y reforma electoral (1)
Son tiempos difíciles para la política y para las instituciones democráticas, claramente cuestionadas por la ciudadanía en los distintos estudios sociológicos.
Nunca, en todo el período democrático, se ha producido este nivel de rechazo, este profundo desafecto. Una negativa valoración vinculada a distintas circunstancias. Desde los graves casos de corrupción, vinculados a escándalos urbanísticos y a enriquecimientos personales, pasando por la propia financiación de algunos partidos. Tampoco pasa desapercibida a la ciudadanía los no menos graves incumplimientos flagrantes de los programas electorales. Y el sometimiento de los gobiernos y parlamentos a los poderes económicos.
Pero, sobre todo, esa negativa percepción de la política y de los políticos tiene mucho que ver con la crítica situación económica, el elevado desempleo y el creciente empobrecimiento de buena parte de la sociedad. Así como la pérdida de derechos sociales y el retroceso en los servicios públicos.
Mientras esto ocurre la sociedad observa, entre perpleja e indignada, como las decisiones políticas de las instituciones internacionales y de los gobiernos de los estados se dirigen a salvar a la banca (a la que se inyectan cientos de miles de millones de euros). Pero, al tiempo, esas organizaciones internacionales y los gobiernos no son, en modo alguno, sensibles al enorme sufrimiento de las personas que pierden su empleo, su capacidad adquisitiva para desarrollar una vida mínimamente digna y hasta su vivienda.
Las movilizaciones del 15-M de 2011 ya mostraron un amplio descontento social, especialmente entre la gente más joven, hacia las formas de hacer política, hacia el funcionamiento de las instituciones y hacia la relación entre los ciudadanos y sus representantes electos. Este movimiento prendió las conciencias, facilitó la consolidación de otras iniciativas y, aunque hoy tenga menos reflejo en las calles, continúa latente porque los problemas no han desaparecido y permanece la desafección de la gente.
Más democrático
Esas movilizaciones han puesto también en cuestión el sistema electoral vigente en España y reclamado cambios para hacerlo más democrático y justo; un sistema, por cierto, mucho más accesible, proporcional, equilibrado y justo que el canario. Planteando, asimismo, que la participación de los electores no puede quedar limitada a la emisión periódica del voto sin ningún control sobre la tarea que desarrollan los electos y sobre el cumplimiento de los programas ratificados en las urnas.
Ante esta situación no cabe mirar para otro lado ni eludir las responsabilidades. Hay que saber escuchar las fundamentadas críticas y las más que razonables demandas de la ciudadanía. Hay que estar abiertos al establecimiento de profundos cambios que incrementen la calidad democrática. La inercia y la parálisis, así como la falta de autocrítica, sólo pueden conducir a mayor desafecto hacia la democracia.
Hay que buscar fórmulas para mejorar sustancialmente la vida democrática. Hay que ganar en transparencia y participación. Así como en el control de las actuaciones de los gobiernos. Hay que establecer, asimismo, sistemas que permitan recoger la opinión ciudadana ante muy diversos temas, sin que esta quede limitada al exclusivo apoyo de un programa, unas siglas y unos candidatos cada cuatro años.
Muchos de los asuntos que conciernen a esa transformación en positivo de la vida política corresponden, competencialmente, al ámbito estatal. Será en el Congreso y en el Senado donde habrán de dilucidarse. Por ejemplo, aspectos como la introducción de listas abiertas o la búsqueda de una representación más proporcional, que castigue menos a las minorías. También la regulación estricta de la financiación de los partidos políticos o la celebración de consultas, tan frecuentes en países como Suiza o Estados Unidos.
Grave déficit
Pero otras corresponden, de manera nítida, al ámbito competencial de la Comunidad Autónoma de Canarias. Este es el caso de nuestro actual sistema electoral, que presenta graves déficit, tanto por las elevadas barreras de acceso al Parlamento (del 30% insular y del 6% archipielágico) como por una distribución de escaños muy desequilibrada entre las islas capitalinas, donde se concentra el 83% de la población, elige el 50% de diputados y el resto del Archipiélago que, con el 17%, elige otro 50% de los diputados.
Se pudo entender ese modelo, en su configuración inicial, en el momento en que se puso en marcha en la transición democrática, y al carecer de precedentes en las Islas de un Parlamento y un Gobierno autonómicos. Ha tenido su justificación histórica, por ejemplo, la llamada “triple paridad”, especialmente en los primeros años para sacar del ostracismo a las islas no capitalinas y para igualar las infraestructuras y los servicios que reciben los hombres y mujeres de Canarias en cualquier lugar del Archipiélago.
Pero no parece razonable que lo que era provisional se mantenga en su misma configuración treinta años después, convirtiendo en casi definitivo lo que por su naturaleza y definición era solamente transitorio.
Por eso, cumpliendo el compromiso establecido en nuestro programa electoral, y tras tratar infructuosamente de establecer un debate abierto sobre este asunto con el resto de los grupos parlamentarios, que no respondieron a nuestras reiteradas peticiones, Nueva Canarias ha presentado en la Cámara canaria una proposición de ley de Reforma del Sistema Electoral que regula las Elecciones al Parlamento canario. Conscientes de que aborda sólo una parte de los graves problemas de nuestro sistema electoral, el de las barreras de acceso, muy relevante, y en la que consideramos que hay más posibilidades de alcanzar consensos. A sus contenidos concretos me referiré en un segundo artículo.
Román Rodríguez es diputado en el Parlamento de Canarias y presidente de NC.