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viernes, 15 de noviembre de 2024 00:00h.

Algo para recordar

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Llegamos al punto de partida. Son las ocho y media y es hora de empezar. Cerramos el coche, abrimos nuestras almas y nos adentramos en esa bajada ya conocida, explorada por él hace mucho y por mí hace sólo un mes, ese camino lleno de piedras que pisamos con cuidado y con placer. A diferencia de la última vez, no hace viento, el solo es suave y pronto nos desprendemos de capas de ropa para hacer más fácil la caminata.”

Nunca he sabido muy bien qué arte me gusta más, si las imágenes del cine, reveladoras y directas, las notas de una canción para cada momento o la fuerza de las palabras. Todo, supongo, es uno y no dejan de ser las tres patas de ese taburete que, como decía Picasso, limpia el polvo de lo cotidiano. Lo especial, si es realmente así, suele matar el tedio de los días sin fin.

Vi, hace mucho, una película de Tom Hanks titulada “Algo para recordar”. Siendo honestos, apenas llega la historia a mi memoria pero sí que tengo muy presente el título. Claro, directo, conciso, describiendo algo o una época que estamos viviendo y que estamos seguros de querer recordar cuando las hojas languidecen en el otoño de nuestras vidas.

No hay muchos momentos así. Los hubo y, de repente, ya no están por ese vértigo en el que nos sumergimos en esta época que nos ha tocado vivir, sin tiempo para nada, produciendo y consumiendo, sintiendo que no hay mucho tiempo para besar y para abrazar. Ese déficit lo estamos pagando con nuestra salud mental.
Pero hay momentos que sí recordamos, especiales por diferentes razones, únicos para nosotros y casi siempre imperceptibles para todos los demás. Yo tengo muchos pero soy incapaz de recordarlos a voluntad sino que, para mi desgracia, vienen a mí sólo cuando ellos quieren, evocados por una casualidad de la vida diaria. El tono de voz de alguien desconocido puede hacerte recordar algo de una persona especial, lejana ya en tu vida, a la que pensabas haber olvidado pero que, de repente, viene a ti y piensas que, hace mucho, fuiste feliz.

Estoy en La Gomera, en Agulo, tranquilo, feliz, perfectamente ubicado entre los riscos y el mar, entre lo verde y lo amarillo, entre el calor del Sur y el suave frescor del Norte. El potaje de berros de mi hermana, ya saben, el mejor de La Gomera, se mezcla con las cervezas con mis amigos, combinación para volver atrás y para regar la amistad. Moisés, Carlitos, Kiko Macho, Rafael, Francis, Jorge, … están ahí, siempre han estado ahí y quiero que nunca dejen ese lugar. Es viernes noche y mi guía de caminos y pateos, Moisés, me comenta que está todo preparado para la caminata de mañana.

Sólo somos, por diferentes motivos, él y yo, pero, como solemos decir “palante y campo a través”.

Sábado por la mañana. Todavía es de noche en Agulo. Salimos algo dormidos pero con la sonrisa en la boca pensando en lo que nos espera. Paramos en Hermigua para tomar café y comprar el desayuno. Seguimos hacia Jerduñe mientras el sonido del motor del coche de Moisés se mezcla con su explicación de la ruta a seguir. Bajaremos, como la última vez, pero giraremos no hacia la derecha sino hacia la izquierda, en dirección a La Villa.

Llegamos al punto de partida. Son las ocho y media y es hora de empezar. Cerramos el coche, abrimos nuestras almas y nos adentramos en esa bajada ya conocida, explorada por él hace mucho y por mí hace sólo un mes, ese camino lleno de piedras que pisamos con cuidado y con placer. A diferencia de la última vez, no hace viento, el solo es suave y pronto nos desprendemos de capas de ropa para hacer más fácil la caminata.

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Bajamos, no hacia los infiernos, porque ni yo soy Dante ni Moisés es Virgilio, sino hacia lo que nos gusta, hacia lo muy conocido por él y lo vergonzosamente desconocido por mí, gomero que descubrió muy tarde cosas importantes de su isla. Hace un día espléndido, luminoso y todo parece ahora más fácil. Nos desviamos hacia Morales, dirección El Cabrito, mientras las ovejas y carneros nos miran con curiosidad, quizás recordando que hace poco éramos bastantes y hoy sólo dos. Paramos en un pequeño caserío, viejo y destartalado, de otra época, morada de gente que ya no está pero que, quiero pensar, es recordada por otros que sí están y que los amaron. 

Desayunamos y hablamos. Reímos y recordamos. Nos callamos y escuchamos el silencio de la naturaleza, su fuerza, esa brisa apenas perceptible que hace vibrar una brizna de hierba a punto de secarse. Clipper de fresa que ablanda lo sólido y mi memoria, otra vez, va hacia atrás, recordando sin parar los bocadillos de chorizo de perro y los vasos de Clipper en casa o en cualquier venta de Agulo, hace mucho, cuando éramos jóvenes y todo parecía posible.

Seguimos bajando y llegamos al Cabrito. La luz es fuerte en el horizonte, el olor del mar nos embriaga y no dudamos un segundo. Nos bañamos, agua y salitre, como la canción de Quique González, despacio, sin prisas, mientras los turistas alemanes nos miran con sorpresa y curiosidad. Nos gusta el complejo turístico y la perspectiva de que es un sitio aislado, sin coches y sin ruido, nos agrada. No es un mal sitio para pasar unos días.

Tomamos una cerveza y seguimos el camino. Ahora subimos y todo es más duro. El calor aprieta y las paradas deben ser más numerosas para beber agua. Bajamos hacia la playa de La Guancha donde nos encontramos con algunos turistas, abrigados en exceso, demostrando que, como decimos después, hay gente para todo.
Volvemos a subir. Paso tras paso nos mantenemos firmes y le digo a Moisés que piense en la jarra de cerveza fría y los chocos que nos esperan al final. Reímos, hicimos fotos y continuamos.

Una última subida, más leve, y una bajada pronunciada para llegar a la capital. Son las 2 y media. Hemos caminado casi 18 kilómetros, bajando, subiendo, disfrutando y valorando cada paso y cada palabra expresada ante lo bello de nuestra tierra.
Comemos y bebemos, recordamos, siempre recordar, lo caminado que fue vivido, el mar que nos cubrió como una segunda piel, la brisa apenas perceptible, el sonido de las abejas, las piedras mudas, los pasos firmes.

Ha sido algo para recordar cuando pasen los años, cuando, de repente, alguien hable del Cabrito o de La Guancha, cuando ya las fuerzas flaqueen, cuando mire hacia atrás y recuerde el segmento de mi vida de Jerduñe a La Villa, hace mucho, en abril de 2022, en buena compañía y con la mirada feliz.