Un bisturí para abrir el pasado
Siempre me gustó leer. Letra a letra, palabra a palabra, frase a frase. Todo empezaba negro sobre blanco en un viaje que me sacaba de mi presente, me alteraba o me tranquilizaba, me entristecía o hacía que la risa, abundante y pura, me reconfortara con el ser humano. Lo que viví y lo que viajé también se configuraba en una página de un libro viejo pero no olvidado. Quizás me fijaba mucho en los libros y poco en la vida y, con la perspectiva del tiempo, creo que no hice bien. Uno es lo que es por lo que hizo y también por lo que no hizo, y además, intentar cambiar el pasado es como correr detrás del viento.
Sólo una cosa me gustaba más: jugar al fútbol. El balón, como las palabras, era perseguido o manejado por jugadores diestros, dentro de los cuales, para mi desgracia, no estaba yo. Me quedaba el consuelo de jugar con gente que sí lo era, envidiados en silencio por aquel muchacho que leía y jugaba, dicotomía excelsa que me hacía feliz.
Estoy en Agulo. Aire fresco acompañado por días de algo de bochorno, viajes a Playa de Santiago a ver a la que me dio la vida y a la que apenas reconozco, o para acompañar a mi sobrino en no sé qué de un equipo de fútbol. Mi madre está en la hoja roja, que diría Delibes, y su nieto está empezando a vivir.
Mi hermana, a petición mía, me ha conseguido el libro que hace tiempo quiero leer y devorar: Agulo en el recuerdo, de Leoncio Bento Bravo, Leoncito para los de Agulo, don Leoncio para designar a alguien cuya importancia, favor a favor, se ha ganado con creces. Su tía, Teresina Bravo, ha tenido el gesto de conseguirme un ejemplar y, a Dios gracias, hablo con ella por teléfono para agradecérselo y para, si lo estima oportuno, charlar con ella más adelante y que me cuente cosas del pasado. Su palabra, a buen seguro, será un fotografía perfecta de lo que se fue, casi tanto como esas fotografías de mi querido Pedro Cruz. La palabra y la imagen, si son tratadas con amor, pueden complementarse para describir todo lo que se puede describir y lo que sólo se puede intuir.
Empiezo a leer con la imagen de Leoncito en mi cabeza, esa persona con talento y con talante, ejemplo vivo de la bondad, agulense de pro del que nos aprovechábamos para un diagnóstico certero, gomero universal por la gracia no de Dios sino de la justicia. Él, hace mucho, vino a verme cuando yo era un niño, tranquilizando a mi madre respecto de una operación. Esa sonrisa amplia y esa destreza con las manos eran el bálsamo para los que, neófitos en la medicina, necesitábamos de su magisterio como galeno. Hablaba como manejaba el bisturí, con precisión y generosidad.
El pasado siempre está ahí y me gusta volver a él. Es la razón por la que adoro hablar con Kiko Macho, con Juanito Lilia, con Fran Méndez, con Alexis Serafín, con Ramón Rodríguez, con Ibrahim Armas, … con toda esa gente de memoria prodigiosa y selectiva, recitadores de lo que ya no es, historiadores de esos tiempos en Agulo donde todo parecía más fácil al ser la dificultad siempre compartida. Había problemas, cierto, pero nunca faltaron manos para ayudar.
Leoncio escribe con ternura y pasión, seguro de lo que vivió, dando una imagen de una época llena de problemas pero con cosas que hay que salvar, haciendo ver al lector que, visto lo visto, ahora estamos mejor, con la salvedad de que ciertos valores fundamentales se han perdido en las formas de estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir.
Las escuelas, numerosas y casi siempre divididas por sexo, eran la prueba de una población que superaba con creces a la que hay ahora. Maestros con pizarra y tiza, alumnos con pizarrín y pocos libros, algunos dormidos por falta de sueño y para huir del hambre, ambiente de disciplina y trabajo que marcó esa época. Los padres, héroes sin capa, hacían esfuerzos ímprobos para que sus vástagos fuesen al colegio. Los profesores, algo menos héroes, enseñaban con pasión a pesar de que, como dice Leoncio, cumplían el precepto de pasar más hambre que el maestro. Quizás, y sólo quizás, los ruidos del estómago era aplacados por la gratitud y la sonrisa de los alumnos.
La sanidad, el cuidado médico, estaban muy alejados de lo que sería deseable por falta de medios y por las penurias de una posguerra que marcó a varias generaciones. El médico, pilar y referencia en el pueblo, iba mucho más allá de su obligación dejando su juramento hipocrático como algo superado por estos buscadores de salud, de gesto preocupado o feliz según la patología del paciente. Leoncio, tal vez, se hizo médico al haber visto todo ello, viviendo lo que vivió y, de eso estoy seguro, se hizo médico porque le gusta ayudar, hacer feliz y ser el instrumento del destino para provocar tranquilidad en los que nos criamos entre los riscos de Abrahante, La Zula y La Caperuza.
Sigo leyendo y hay un golpe de efecto. Su hermana, de pequeña, se puso enferma de apendicitis y tuvo que ir a La Villa en coche. De ahí en falúa hasta el sur de Tenerife y nuevamente en coche para llegar al hospital de Santa Cruz. Al final todo salió bien pero es una prueba de las dificultades de entonces y de que, a veces, somos realmente afortunados sin tener conciencia de ello. Imagino a Leoncio, al recodar y escribir ese episodio, como un hombre afortunado que vio peligrar la vida de su hermana mientras, quizás, una lágrima cae por su rostro, no sé si de dolor por el principio o de felicidad por el final.
Juegos que ya no existen( el teje, los carros de verga, las guaguas de ristra, …), los piques y sus cánticos, las fiestas especiales bañadas con buen vino y dulces sin parangón, los entierros y las bodas. … Un pasado diferente porque fue una época diferente, penurias y sacrificios, costumbres, según Leoncio, demasiado ancladas a una mentalidad católica y machista, alejada, casi siempre, del más mínimo sentido común y muy próximas a la crueldad del qué dirán. Nos parece extraño e injusto, al analizarlo con los ojos del presente. Tal vez es un error porque antes era lo que ya no es ahora.
Acabo el libro sentado en un banco de Agulo. Miro hacia esos riscos y noto cierto frío en el aire que reconozco a la perfección. Leoncio, allá en Pamplona, escribió y escribió para dar forma a su pasado, a nuestro pasado, a eso que define Agulo, en lo bueno y en lo malo.
Pienso en él, en todo lo que ha hecho por el pueblo, por La Gomera, y no me resulta extraño que su bisturí, esta vez con forma de pluma, haya abierto el pasado para dar, una vez más, una prueba de su generosidad.
Su amor al prójimo complementa a Leoncio Bento Bravo y lo viste con una capa de héroe absoluto invisible para él pero muy visible para los demás y que lo cubre como una segunda piel.