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lunes, 16 de diciembre de 2024 09:31h.

El cabezo de los perros

OSCAR MENDOZA
“No me cuesta mucho echar la vista atrás, cerrar los ojos, escuchar los recuerdos de mi amigo Ramón Rodríguez y todo parece fluir como una vida pasada, alejada de mí por la distancia y los olvidos de la edad, por los vaivenes de mi existencia que me llevaron a muchos sitios diferentes, por esa maleta que arrastramos en la que hemos doblado, sin querer o queriendo, las prendas de nuestro pasado, ésas que nos visten en la fiesta de la vida.”

Nunca me ha gustado la gente que olvida de dónde viene, sus orígenes y, lo que es más grave, a aquéllos que lo ayudaron. Ser agradecido es una virtud suprema y lo contrario se me antoja una condición propia de ésos que caminan por la vida sin valores, sin anclas y de los cuales un servidor intenta huir. Yo no elegí a mi familia pero sí que elijo a los que quiero a mi lado o, mejor, intento estar a la altura para que ellos me elijan a mí.

Nací, a Dios gracias, en La Gomera, en Agulo, en El Charco, en El Cabezo de los perros, en un sitio especial, añorado y querido, recordado cada día de mi vida, ese rincón sin nada para los que pasan por allí y con todo  para los que despertamos a la vida en cualquier cama de esas casas donde moraban los que iban a condicionar mi infancia.

Desde allí mirábamos el mar y el cementerio, la vida y la muerte en un solo giro de cuello, el agua salada presidida por el Teide y el lugar final de los que se fueron pero que nunca olvidamos. Hoy, muchos años después, siento que fui feliz, que había días buenos y días malos, risas y llantos, juegos y problemas, y que esa parte de Agulo fue una lección a toda prisa para lo que nos esperaba de mayores.

No me cuesta mucho echar la vista atrás, cerrar los ojos, escuchar los recuerdos de mi amigo Ramón Rodríguez y todo parece fluir como una vida pasada, alejada de mí por la distancia y los olvidos de la edad, por los vaivenes de mi existencia que me llevaron a muchos sitios diferentes, por esa maleta que arrastramos en la que hemos doblado, sin querer o queriendo, las prendas de nuestro pasado, ésas que nos visten en la fiesta de la vida.

Recuerdo el ruido, a veces intenso y casi siempre constante, madres llamando por sus hijos, discusiones en cada casa que eran atemperadas por los vecinos, los niños jugando a la piola, al brilé, al teje, … a eso que nos iniciaba en la amistad.
El olor a comida constante, a consejos repartidos entre las diferentes cocinas de cada casa, en la ayuda si había que cuidar del hijo del vecino, en el hecho de que hace falta una tribu para criar a un niño, una unión en la penuria que no veo en estos tiempos de cierta abundancia. Lo malo, casi siempre, templa el carácter y es un contexto perfecto para ver quién es quién.

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El cabezo de los perros

Arriba, muy arriba, en “el cañaón”, vivía Alejo, amante del fútbol, de su Barça, bueno y noble, con su cuarto al lado del “pedregal mata”, lleno de pósters de jugadores, su rincón y su radio, el aparato que lo acompañaba siempre, su segundo corazón para sentir su pasión por el deporte rey.

Más abajo la familia de Rosa y Ramón, numerosa, con Andrés, mi Andrés, con el que Ramón y yo formábamos un triunvirato invencible, marcados por dos años de diferencia entre los tres, yo en el medio, aprendiendo mirando hacia arriba o hacia abajo, corriendo y saltando, haciendo barcos de un trozo de algo con velas que los impulsaban en los charcos que dejaban las abundantes lluvias. Ahora apenas llueve, no hay charcos, no hay barcos con velas, no hay niños que refuercen la amistad. Todo se le ha llevado el tiempo y el olvido.

Justo al lado vivía Carmen Perdomo, mujer de carácter que infundía respeto y algo de miedo, patrona absoluta del Cabezo, ésa a la que todo el mundo pedía consejo, ésa que elaboraba las mejores tortas de carnavales y que nunca reveló el secreto culinario que las hacía diferentes.

Mi abuela Juana, buena y siempre preocupada, llevaba su comida diaria a su hermana Charo mientras mi padre, apartando la mirada, no conseguía explicarme por qué esa mujer vivía sola.
Mi tía Canda, yendo y viniendo al Pescante, con su bolso de comida para su marido y su hijo Ulises. Mi tío Juan el Villero, hombre peculiar, curioso, artesano, valiente, siempre preguntando cosas y confirmando que sabía mucho sin haber estudiado. Ahí aprendí que la formación no es igual a la inteligencia y que se puede aprender mucho de los mayores. “Tu tío no sabe de todo, sabe un poco de todo”, dice mientras ríe con esa risa tan fuerte que escucho perfectamente mientras pienso que su  nieta Fuensanta y sus compañeras del Hospital me salvaron la vida hace poco más de un año. Él, desde el cielo, seguro que interfirió apoyando la voluntad de su nieta.

La casa de mi querido Ramón Rodríguez, ése al que mi padre llamaba “bachiller” y que me ponía de ejemplo junto con los hijos de Efigenia, al otro lado del pueblo. Ramón, as de las matemáticas, hábil con las manos, inventor de juegos, sacristán y yo monaguillo por su gracia, admirado y querido, ayer y ahora, el que siempre está ahí. Ramón, cicerone en mis años de estudios de secundaria en La Villa, tripulante de la guagua del sacrificio que nos llevaba a un futuro que creíamos mejor. La formación nos hizo libres pero nunca hemos olvidado nuestro origen. A ciencia cierta que no hemos errado el tiro.

La casa de María Pepa, vacía casi siempre pero llena en verano, cuando acudían a pasar las vacaciones. José David y Francis, compañeros de juegos y aventuras, traían novedades de Tenerife, cosas que contar para complementarnos. Y su hermana Candi, guapa y simpática, ésa que sonreía como nadie y que nos volvía locos a los adolescentes de todo el pueblo.

La casa de Carmen Martín, numerosa y poblada por buenas personas, Camilo, mi Camilo, al que yo admiraba por sus habilidades con el balón y por su forma de ser. Sufrieron desde pequeños con la muerte de su padre, injusta y cruel, acto donde aprendí que la vida, a veces, no se alía con la buena gente. Carmen, quizás la mujer más luchadora de Agulo, agallas y coraje para sacar a sus hijos adelante, con penurias pero con valores. Y Camilo amputado de su referente, perdiendo la oportunidad de una vida mejor por su facilidad para estudiar, dominando la lectura de un texto como la de un partido de fútbol. Muchos años después un profesor que me dio clases en la Universidad me confesó que había estudiado con Camilo en La Laboral y, hecho que no me sorprendió, confirmó todo lo bueno de él.

Jugábamos con los cuatro elementos, como invocando la sabiduría de la filosofía griega, el fuego en las hogueras detrás del cementerio, donde “los flis” arrojados provocaban explosiones en el aire y avalanchas de risas en nosotros. El aire que movía nuestros barcos en los charcos de agua, esos ferris  de un lado a otro, en mares imaginarios dignos de Conrad. La tierra en los tanques de barro, ingenieros sin formación pero con devoción, mientras el líquido elemento era cortado de alguna acequia para disgusto de algún agricultor que ponía el grito en el cielo sin saber exactamente que unos niños eran los culpables.

Mucha gente, muchos juegos, muchos niños, muchas cosas que vivir en esos años felices donde las preocupaciones eran cosas de mayores, donde yo leía y crecía, leía y jugaba, leía y vivía. Leer me ha dado mucho pero el Cabezo era el mejor libro de todos, escrito por gente sencilla, catedráticos de la vida, doctores en penas, graduados en alegrías, aprendices de todo y maestros de nada, ésos a los me quiero parecer y rara vez consigo.

Hace algunos meses llevé a mi hijo a Agulo y, claro está, fuimos al Cabezo de los Perros. Desde la casa de Norberto García (querido y admirado) le digo que mire hacia arriba, que su padre nació ahí, en ese pequeño conjunto de casas, en ese lugar tan cercano antes y tan alejado ahora, allí donde fui feliz. Él me mira extrañado, sin comprender, intentando descifrar lo que siento. Evito su mirada para que no lea en la mía la tristeza que siento al evocar lo que allí pasó y que nunca volverá.