El no cazador, cazado
No hace mucho que acabo de terminar mi jornada de clases, que no mi jornada laboral, y medito sobre lo realmente importante de la vida, esa esencia perfilada en valores y no tanto en competencia laboral, que se dice ahora. He parado la clase de francés y he explicado la diferencia entre creyente, agnóstico y ateo, desde el punto de vista de la cultura general y no para practicar proselitismo entre jóvenes que son fácilmente influenciables.
Al final, les digo que yo soy agnóstico y que mucha gente que amo es creyente, muy creyente. Me miran, mascarilla en el rostro, y veo sorpresa en sus ojos. Aprovecho la situación y les hablo sobre las bondades de la tolerancia, sobre las diferentes interpretaciones que ofrece el mundo y sobre una verdad incuestionable: la vida privada de alguien no debe interesarnos, más bien cómo interactúa con nosotros y los kilos exactos de valores puestos en la balanza de su día a día. Ya saben, no tanto a qué Dios reza, con quién se acuesta, … sino si intenta no hacer daño a nadie en su tránsito por la vida. Cuánto mejor nos iría a todos si juzgáramos menos y conociéramos más.
Suelo ir a La Gomera, a Agulo, al terruño, una vez al mes. Quisiera ir más pero hay obligaciones que están por delante de mis devociones y, además, debo cuidar de esa personita de cuatro años y medio, ése que me provoca felicidad al verle reír y cansancio finiquitado por eso de te quiero, papá.
Llego a Agulo, después de pasar por la residencia donde está la que me dio la vida, cambiada como nunca pensé, ausente como siempre temí.
Es viernes noche y veo a los amigos de siempre, los que me abrazan con la mirada y a los que escucho con el corazón, perfectamente ubicado en el pequeño paraíso donde nací y donde quiero morir, si la vida no me regatea. Moisés Cabello me dice que me invita a una cazuela de pescado al día siguiente, en Las Rosas, acompañado por gente que, en parte, no conozco pero que a buen seguro merecerá la pena conocer. Me fío de Moisés y de su criterio para elegir las amistades.
Sábado por la mañana. Me levanto temprano y hago mi ruta habitual: subir Los Pasos, bajar El Roquillo, bajar al Pescante. Lo hago ya de forma casi intuitiva, disfrutando de cada paso, saboreando el trayecto y el esfuerzo, insistiendo en mi condición de fanático del deporte, complemento perfecto a mi pasión por las palabras. Entro al pueblo por el cementerio y me encuentro con Kiko Macho en sus labores agrícolas. Me paro y converso con él, acto que nunca me parece una pérdida de tiempo porque siempre se aprende algo.
Me llama su hermano Moisés y me dice que pasa a recogerme. Dudo, me queda bajar y subir el Pescante pero puede más la amistad y la conversación que esa ruta hacia la piscina natural donde, de pequeño, era plenamente feliz. Kiko vuelve a encender su motor y el ruido se mezcla con el del coche de Moisés que ya llega. El hermano mayor sigue en la labranza y nos dice que no contemos con él, que tiene que acabar su trabajo. Lástima, perdemos al mejor conversador de La Gomera.
Pasamos por Hermigua y compramos bebidas. Naturalmente, invito yo, al sentirme deudor al ser alguien invitado a una casa cuyo dueño, sencillamente, no me conoce. Antes de subir alguien me dice que me voy a aburrir, que son todos cazadores, que sólo van a hablar de eso. Lo medito un segundo pero no dudo, quiero ir, quiero aprender de ellos, escucharles y, quizás, escribir algo al respecto.
Llegamos a la casa de Chano, anfitrión y cocinero, capitán de la fiesta que se avecina, mandador en el equipo que se prepara para disfrutar de la amistad. Lo acompaña Iván, joven y atento, ayudante de cocina haciendo el mojo mientras nos ofrece unas cervezas y escuchamos las bromas de Chano sobre las habilidades cinegéticas de Moisés. Todos reímos y, de repente, me doy cuenta de que estoy a gusto, feliz, neófito entre gentes que no me juzgan por ello, sabedores de que no sé nada de caza y de que, incluso, no me gusta, algo sorprendidos de que, siendo así, escuche con respeto y haga preguntas para saber más. La tolerancia, el saber que hay tantos mundos como personas, el escuchar aunque no estés de acuerdo, todo ello es algo que entreno a diario, moldeando mi carácter y haciéndome, creo, algo mejor, como ese press de banca con mancuernas que, pese a doler, sé que fortalecerá mi cuerpo.
Somos los que somos pero faltan dos que también son. Llegan Alcibiades, Rafael Cabello y su hijo Saúl, después de cumplir con sus obligaciones. Y ahora sí que están todos los que son, maestros de la escopeta, disparando con miradas y sonrisas entre ellos, alabando perros que están y que se fueron, haciendo ver el amor a La Gomera en cada paso por esos lugares donde cazan perdices, siendo ellos mismos cazados por los paisajes de esta bendita tierra, atrapados como presas de una caza mayor que va de Agulo a Playa de Santiago, de Vallehermoso a Valle Gran Rey. Esa caza, de perdices y de corazones, es dibujada por los parajes donde son felices.
Comemos y después charlamos. Hago un aparte con Chano y me cuenta su vida, dura como no imaginaba, asimilando de forma estoica los momentos que vivió y que no mereció, sonriendo ante los días despejados en los que fue feliz. Hubo días alegres, como hoy, dice, y sonríe mientras noto su satisfacción al ver contentos a sus amigos y a este junta letras que no lo era, bien recibido con disparos de sonrisas y bromas infinitas. Y ya Chano no es Chano, es Don Sebastián, ése que viene a cazar como una simple excusa para reencontrarse con La Gomera y con la gente que quiere.
Pasa el tiempo y Alcibiades me pregunta que qué tal, quizás algo preocupado al no entender mucho. Tú eres una mente abierta y lo demuestras estando aquí, me dice, mientras me acuerdo de una sentencia de no sé muy bien quién que decía que sólo una mente bien educada puede admitir otro pensamiento sin estar de acuerdo con él. Le agradezco el gesto y reímos juntos, bromeando al decirle que él o Ramón Correa deben ser los próximos alcaldes de Agulo o presidentes del Cabildo. Todos reímos, no sé si por mi broma o porque todos estamos de acuerdo.
Se escucha cosas del cazar, jerga desconocida por mí, términos que llevan a otro mundo que nunca pisé, indicándome a “perro parado” su pasión, su respeto por las leyes que garantizan su afición, el pago de seguros, de tarjetas de caza controlada, el mimo y cuidado de perros sin paragón que están legalizados, instrumentos para picar al compañero de turno, su desprecio por la gente que no respeta nada y que pone en peligro la actividad cinegética, su odio ante esos que abandonan a sus perros.
Una perra de Chano se aproxima a mí, noble y alegre, oliendo quizás que no formo parte de la historia, moviendo el rabo mientras su dueño la llama y la mira con pasión. Moisés y yo disfrutamos viendo la escena, tranquilos, y noto un disparo en la boca de Moisés, un fogonazo de verdad y de realidad, una frase que se me graba a fuego nada más salir de su boca: “si no fuera por los perros, yo no sería cazador”.
Se hace tarde. Nos despedimos y doy las gracias por la comida y la compañía, por la conversación y por la pasión, por eso que ahora conozco un poco mejor.
Sí, hay que practicar la tolerancia y admitir cosas que, aunque no te gusten, forman parte de gente a la que aprecias, gente de la que puedes aprender, siendo consciente de que si crees que siempre tienes la razón nunca aprenderás nada.
Alcibiades, Iván, Chano, Rafael, Saúl y Moisés, disparando con acierto en bondad y en generosidad, cartuchos de alegría en una cazuela de pescado, acertando cada tiro al empuñar el arma definitiva que todos deberíamos tener: el respeto y la educación.
P.D. Ese artículo está dedicado a Rafael Cabello, Saúl Cabello, Moisés Cabello, Iván, Alcibiades y, sobre todo, a Chano, anfitrión sin igual.