Un corazón más grande que EL Charco
No hace mucho que ha amanecido en Guamasa y, después de tomar dos cafés, me siento a escribir intentando glosar una vida y, sobre todo, cumplir con la palabra dada. Un hombre vale lo que vale su palabra, solía decirme aquél que vendía papas y vino por toda La Gomera.
Hay gente que lo merece todo porque nunca hizo daño a nadie. Hay gente que pasea su humanidad entre los riscos de La Zula, Abrante y La Caperuza. Hay gente que habla y recuerda, mira hacia atrás y explica, sonríe o casi llora por lo que ya no es o por lo que no debió haber sido.
Teresina Bravo Armas me habla y yo escucho disfrutando de cada palabra suya, mirando hacia atrás en un viaje que ella propone y que conduce con lucidez y ternura.
Me recibe en su casa, al lado de lo que fue una escuela, con la ventana abierta para que entre aire fresco y algún buenos días Teresina, esgrimido por la gente de Agulo que, sin excepción, la aprecia.
Me comenta que mi hermana Nancy se acaba de ir, que “la ha arreglado” y puesto un poco más joven mientras sonríe con bondad y algo de coquetería. Me ofrece café y alguna galleta de limón, merienda atávica de todos los que nos criamos en el pueblo más bonito del mundo.
Saco el móvil y le explico que la voy a grabar para, a posteriori, fijar negro sobre blanco todo lo que va a decir y revivir, todo eso que ya no está pero que estará durante una hora, esa nube de acontecimientos contados con eficacia y escuchados por este junta letras que intentará estar a la altura. Me dice que no le importa que la grabe, que soy “buen niño” y que mis padres me educaron bien. Le doy las gracias y sonrío algo avergonzado.
Y soltamos amarras para que esta capitana intrépida mueva el timón de su memoria entre mares turbulentos o plácidos, que de todo hay en los océanos de la vida.
Me habla de Cuba, de sus orígenes, de aquellas fincas en Placetas, de aquel abuelo “ricachón”, como dice ella, de aquél oriundo de nuestro pueblo que, como tantos otros, emigró a la perla del Caribe y que hizo dinero, con sacrificio y trabajo, con penurias y sin que nadie le regalara nada. Su madre y su familia la impregnaron con la cultura cubana y ella, de joven, se sentía diferente y desubicada en su tiempo, mente más propia de nuestra época que de aquella vida triste y gris de la posguerra, entre injusticias miles y con el miedo constante a un Dios que lo veía casi todo y que castigaba siempre. El mensaje de la Biblia, coincidimos ella y yo, se ha desvirtuado con excesiva frecuencia.
Teresina, acompañada de sus tres hijas, fue a Cuba, feliz por ver algo que estaba presente en las conversaciones pero que no había visto, algo que escuchaba antes y que ahora veía con claridad a pesar de las lágrimas vertidas entre dos islas, que diría su sobrino el gran Leoncio Bento.
Me habla de su infancia, de su padre que fue secretario del ayuntamiento, educada en un ambiente liberal, asumiendo que debían ayudar en la medida de lo posible aunque esto les hiciera ser tildados de casi comunistas por los exaltados del franquismo, ésos que no merecían el calificativo de seres humanos. Sí, dice, había muchas injusticias y vi cosas horribles. Nosotros, que teníamos algo, nunca fuimos así. Me mira como pidiéndome que la crea. Y la creo.
La iglesia hacía mucho por la unión del pueblo, más allá de su apoyo institucional al régimen. Catecismo, comuniones, excursiones, fiestas de todo tipo, ambientes de celebración en abril y en septiembre, desde las hogueras hasta los dulces, desde los jóvenes saltando delante de un santo hasta las verbenas donde se intentaba saltar las normas imperantes para robarle un beso a la chica que amabas en secreto.
Sí, había unión porque estábamos vivos.
Habla y habla. Y yo escucho feliz...
Había dos escuelas en La Montañeta y dos en Las Casas, divididas por sexo pero llenas todas en un tiempo donde el pueblo era más, donde las voces de los niños en cualquier rincón eran la música de ambiente que acompañaba a los que iban a sus labores, donde unos y otros jugaban a juegos que ya no viven porque no hay quien los juegue, donde una muñeca o un balón creaban historias interminables y cosían lazos de amistad eterna sólo rota por la presencia injusta y cruel de la de la guadaña, ésa que, a veces, segaba vidas apenas iniciadas.
Gente de Lepe que traía tafeña para cambiarla por creyones, trueque de hace mucho que iba mucho más allá, sonrisas y abrazos para dibujar con esos creyones algo bonito, para calmar con esa tafeña algún malestar.
Ella fue maestra durante un tiempo e, incluso, llego a instruir a mi madre, ésa que ya no recuerda nada y que le da tanta pena a Teresina. Cambio rápidamente de tema pero ella observa en mi mirada la tristeza, agacha la cabeza y se deja llevar hacia otros derroteros para evitarme el dolor. Ahí también me doy cuenta de su grandeza.
Los noviazgos, me cuenta, eran muy diferentes, establecidos por una cultura del miedo y del machismo, con la presencia constante de la madre o de una tía que vigilaba las andanzas de los enamorados, entorpeciendo el trabajo de Cupido que no paraba de tirar flechas. Se bailaba separado y con miedo al qué dirán. Era triste pero tampoco le gusta lo que hay ahora, un frenesí hedonista sin responsabilidad. También en eso estamos de acuerdo.
Yo no debí haber nacido cuando nací. Debí haber nacido ahora. Lo dice con pena, sabiendo que es imposible, que ese deseo forma parte de lo que nunca sucederá pero que también nos conforma, viajeros que se mueven entre lo que son y lo que les gustaría haber sido.
Su pasión por la fiesta de Los Piques sigue intacta. Me cuenta anécdotas de todo tipo, aventuras de ida y vuelta entre los barrios del pueblo, comandos que expedían medicinas a una vaca para estropearle la fiesta a los del lado contrario, peleas domésticas al asumir, por un tiempo, que es más importante el origen que la relación. Las Casas era el cuerpo y El Charco el corazón. Esa frase martillea en mi mente, me hace viajar hacia atrás mientras Teresina dice, entre risas, que procura no pisar La Montañeta.
Y sigue hablando y contando, reviviendo lo que ya no es pero que sí está para ella, mirando incluso con esos ojos vivos hacia un pasado que parece tener muy cerca, casi al alcance de su mano, tocándolo con sus palabras y acariciándolo con esa voz que dibuja historias de antes que no debemos olvidar.
Teresina Bravo Armas me ha dado una tarde de su vida. Un poco antes mi hermana la puso guapa y ahora yo intento vestirla con palabras, escucharla a sabiendas de que voy a aprender mucho, acompañarla en un viaje que no tiene fin.
Ella, de corazón más grande que EL Charco, me da las gracias por la visita cuando soy yo el que debe darlas mientras sonríe y me dice que aquí está para lo que necesite. Salgo de su casa y me doy cuenta de que no sé nada, que me siento pequeño ante ese torrente de vida que vive un poco más arriba, que la gente mayor es una bendición y que Teresina debería vivir siempre.