Cortita y al pie en cualquier callejón de Agulo
Nunca he entendido esa diferencia que establecen algunos entre deporte y cultura, como términos excluyentes o antagónicos, en los que es necesario posicionarse, incluso negar el otro al elegir el uno y decidir, así, si te gusta el balón o unos versos de García Lorca. Esa gente quiere que te posiciones al completo, que elijas, que tomes partido de forma sectaria, resultado último de una guerra civil que marcó a nuestro país y cuya herencia parece que nos perseguirá siempre.
O estás conmigo o estás contra mí, se repite sin parar un día sí y otro también en temas baladís o en los que no lo son tanto. Eso, y sobre todo eso, ha pesado sobre el pueblo español como una losa insoportable, nublando la más mínima lógica y haciendo fuerte la sentencia de que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Yo no quiero elegir, no quiero posicionarme, no quiero la totalidad de algo sino los matices que me interesan. Me crea, a buen seguro, animadversiones pero las asumo porque llega una edad en la que, con perdón, te pasas lo que piensen de ti por el forro de tus partes nobles.
Pero hay algo más. Discutir por ello y enzarzarse en trifulcas estúpidas que no llegan a ningún lado y que, incluso, ponen en riesgo la amistad. Como dice mi amigo Jorge Morales, yo no discuto ni por fútbol ni por política, temas anclados en la esencia del españolito de a pie.
Agulo, rinconcito de jardín trópical, bombón de La Gomera, anfiteatro hacia el Atlántico, hijo natural del Teide, siempre aunó las dos cosas: el arte y el fútbol. No hace mucho vi en Facebook, cosas de la modernidad, un vídeo del gran Leoncio Bento, Leoncito, médico y ejemplo a seguir como ser humano, en el que venía a decir que Agulo siempre fue un sitio especial en relación a la difusión de la cultura y que siempre había un corazón dispuesto a escuchar a alguien que quería hacer algo especial, algo que, como decía Picaso, limpia el polvo de lo cotidiano.
También el fútbol tenía ese poder de congregación. Yo, amante de lo que se encierra entre los riscos de nuestro querido pueblo, disfruté de las dos cosas y, hace muchos años, durante las fiestas de Las Mercedes, participé en un recital poético por la noche y al día siguiente jugué con el equipo de fútbol que dirigía por aquella época mi querido Kiko Macho.
Jugar y leer, tan simple y tan noble, tan revelador de la condición humana, tan lleno de sensaciones compartidas, quizás porque la esencia de lo diferente, de lo especial, de lo definitorio, se halla tanto en un poema del gran Nicolás Segredo como en un pase al hueco del gran Camilo.
Un pueblo pequeño, sí, pero lleno de futbolistas que crecían como setas y en diferentes generaciones, infantiles que luego eran mayores y, al final, entrenadores. Siempre me extrañó esa relación tan nuestra con el deporte rey, esos triunfos en todas las épocas a nivel insular, esos viajes por carreteras tortuosas para defender en otros municipios nuestra manera de ver el fútbol, técnica y al pie, trabajando en equipo, asumiendo que todos ganamos y que todos perdemos, herencia de la estructura física del terruño, pequeña y circular, en la que empezabas saludando al lado del cementerio y acababas haciéndolo en El Mantillo. Eso, quiero pensar, también ayudó a ganar en los campos de tierra y piedras que salpicaban los pueblos de La Gomera.
Pero hay algo más. El pueblo se nutría de los diferentes “torneos” en los callejones de Las Casas, La Montañeta o del Charco. Nosotros, en este último, teníamos el Pedregal Mata como el Santiago Bernabeu donde de ganaban Ligas imaginarias al mismo tiempo que se paraba el partido porque algún mayor, enfadado, nos quitaba el balón. Sonrisas y gritos de alegría que desembocaban en seriedad, agachando la cabeza, tristes, esperando que el mayor sonriera, nos devolviera el esférico y nos dijera que tuviésemos cuidado la próxima vez. Y muchas veces pasaba. Y seguíamos jugando con la esperanza de que ese mayor no le dijera nada a nuestros padres. Sí, lo han adivinado. Era otra época.
De ahí saltábamos a la Copa de Europa, liga imaginaria entre Las Casas (con El Charco como aliado siempre) contra La Montañeta, eligiendo el polideportivo si éramos pocos o el campo cuando éramos muchos. La necesidad, ya se sabe, manda, sobre todo cuando tienes ganas de empezar para poder acabar antes de que anochezca. Un trofeo, viejo y destartalado, conseguido por no sé quién en no sé dónde, servía de acicate en la competición y ya no recuerdo cuánto descuento, descuento del descuento, descuento del descuento del descuento, llegamos a jugar para que la copa no cambiara de barrio. Éramos niños disfrazados de hombres jugándose algo importante. Éramos eso y mucho más. Éramos felices.
Y el resultado final, para los elegidos, era jugar con el equipo del pueblo, culmen del prestigio deportivo y, si me apuran, social, en tanto que pasabas a ser gladiador en la defensa de los valores propios, en un juego donde no había muerte pero sí vida, algo de sangre curada con tierra y con agua milagrosa, algún moratón porque, como decía el gran Camilo, el que se pone unas botas de fútbol sabe que le van a dar patadas.
Y después estaba la afición, en las gradas del Callejón, de Las Canales, de las gradas de cemento algo después. Esos mayores que ya no mueven las piernas pero que siguen jugando con gritos de apoyo, de esos visitantes asombrados ante la pasión de los oriundos, de esas chicas, todas guapas, que venían a apoyar, dándonos ese suplemento extra de energía que sólo te da una mirada cómplice de la chica que te gusta.
Y Ramón Chinea, árbitro apasionado de fútbol, noble y señor en todas las facetas de su vida, dirimiendo las disputas entre los futbolista y repartiendo justicia en un juego, hecho que, para qué engañarnos, es más complicado de lo que parece.
Y, claro está, los gladiadores, los que van a jugar te saludan, los que sudarán hasta la extenuación antes que perder, los que, cuando acabe todo, compartirán risas y cervezas en el bar de Tomasín o en cualquier bar de la isla, los que volverán a su rutina esperando con impaciencia el siguiente partido.
José el de Juanito, Manuel Serafín (padre de Alexis Serafín), Martín, Francis el de Eliseo (el mejor jugador, junto con Camilo, que ha dado el pueblo), Chani, Chano, Camilo, Kiko Macho, Berto el de Pepe el de Camilo, Alberto Morales, Toñito el de Fillo (fuerza de la naturaleza), … y tantos otros que hicieron mejor al fútbol, a nuestro fútbol, a lo que unía después de Los Piques, al evento deportivo en el que se olvidaba todo.
La superación, el trabajo en equipo, la disciplina, … son valores que el deporte puede inocular, nunca mejor dicho ahora que estamos en época de vacunas, para hacer crecer a los jóvenes, ese instrumento tan denostado, no sé muy bien por qué, por los intelectuales de medio pelo que no entienden nada.
Dicen que una vez le preguntaron a Cela si pensaba que el fútbol embrutecía a la gente y respondió que no, que el que es bruto lo es por otras causas y no por algo tan bonito como el deporte. No hay más preguntas, señoría.
Pero quiero volver a Agulo, al terruño, al lugar donde quiero morir, si la vida no me regatea. Estoy allí con mi mente y estoy viendo un partido de fútbol, donde se mezcla el antes y el después, donde la pureza rompe fronteras temporales, donde gente que se fue vuelve durante hora y media para hacer feliz a nuestro pueblo.
José el de Juanito, o quizás Kiko Macho, la pasa con la mano a Alberto Morales. Éste juega raso para Camilo que toma la iniciativa ofensiva. Distribuye para Francis mientras mira a Manuel Serafín para que se desmarque. Francis regatea a uno, a dos, mientras Toñito le cubre la salida. Chano, grito en la boca, la pide escorado a la derecha, mientras se escucha, Agulo, Agulo y nadie más. Camilo sube al ataque, seguro de que su tío Martín le cubre las espaldas. Berto centra desde la derecha y cabezazo imponente de Manuel Serafín alojando el balón en las mallas, lejos del alcance del portero. Goooooooooooooooooooooooooooollll, gritan todos mientras Camilo patea el balón dentro de la redes para subir más la adrenalina. Todos se abrazan, todos sonríen.
Ha sido un gol de equipo, total, un gol sólo posible en Agulo, un gol de diferentes épocas, un gol a la muerte para gozar de la vida, un gol de aquéllos que se fueron y de ésos que no quiero que se vayan. Un gol entre los riscos de Abrante, La Zula y La Caperuza.
La oscuridad, ya lo ven, puede ser vencida por los que fueron nuestros héroes, por los que siempre estarán.
Y es que la genética, cuando es buena, es más fuerte que la muerte.