Cuando desde Agulo saltamos a Alojera
La vida son momentos. Los hay buenos y no tan buenos, los primeros cargados de energía para seguir creyendo y dando pasos hacia adelante, los segundos, por el contrario, nos ponen a prueba en la certeza de que ningún marinero se hizo capitán en aguas tranquilas. Así es la vida: de lo mejor pasas a lo peor y, poco después, vuelves a retomar la esperanza.
Ahora es noche en Guamasa y mi hijo duerme plácidamente. Me acercó a vigilar su sueño, escuchando su respiración al compás de los latidos de mi corazón, tranquilos si él lo está, acelerados si algo lo perturba. Yo soy él y él será yo cuando me haya ido. Sí, yo no conocí el amor hasta que me llamó papá y, aunque muchas veces me agota, su sonrisa me complementa cubriéndome como una segunda piel.
La vida también son momentos en los que no hicimos las cosas bien, esos errores del pasado que nos dieron forma, ese no actuar y no creer del que nos arrepentimos ahora. El folclore gomero, actitud y aptitud perfeccionada por los hijos de Efigenia y por tantos otros, no fue algo que me atrajese de joven, quizás demasiado influenciado por el rock, ese folclore de nuestro tiempo, que diría John Lennon, quizás porque la estupidez corre rápido y alguna vez te alcanza. Así fue y tuvo que venir el gran Chicha para abrirme los ojos. “Cuando desde Agulo saltamos a Tías”, cantaban Los Sabandeños mientras yo me conformaba con el “Jealous guy” del genio de Liverpool.
Años más tarde aprendí que la emoción no conoce géneros y que el arte puede estar en alguien que viste una manta esperancera o en alguien que piensa que todo lo que necesitas es amor.
También hay momentos que no son buenos ni malos, sino mágicos, cargados de no sé muy bien qué, que nos llenan, nos bañan de energía como el agua salada de mi querido Pescante.
Hace no mucho estuve en La Gomera, en Agulo, en mi paraíso, en el sitio de mi recreo, en todo aquello que fui, soy y seré, en ese terruño preñado de tantas cosas que necesito. Es domingo, ese día que nos parece baldío, sin fuerza, de reposo esperando al temido lunes. Estoy con mi querido Carlitos Segredo y aparece Moisés Cabello. Les propongo ir a comer a Las Rosas, a degustar otro plato de carne de cabra y a charlar sin parar de las cosas que ya se han parado o que nunca se pararán. Llega la comida y Carlitos dice que nos van a salir cuernos de comer tanta cabra. Reímos a carcajadas, nos miramos y me doy cuenta de que estamos contentos, amigos entre amigos, gente con la que nos sentimos cómodos, ésos que hacen que todo sea más fácil.
Salimos del restaurante y nos subimos al coche de Moisés. De repente, se queda parado, como buscando algo en su cabeza o, mejor, en su alma, y nos propone dar una vuelta por el norte de la isla. Le digo que bajemos a Agulo a buscar mi coche pero él se niega y yo no digo nada, dándome cuenta de que él cree lo que yo: no hay combustible caro si estás en buena compañía.
Despegamos hacia el norte, más al norte, mucho más, hacia sitios que él conoce y que Carlos y yo no conocemos, territorios inhóspitos para los que no somos cazadores ni pescadores, para los que, siendo gomeros, no conocemos casi nada de nuestra isla. Pasamos Tamargada, Vallehermoso, subimos a Epina y nos desviamos hacia Taso y Arguamul. Yo voy de copiloto pero no tengo nada que aportar, sólo escucho lo que Moisés y Carlitos dicen, argumentando con la sabiduría popular, con ese barro de la creación, que diría Machado. Callo porque no se debe decir nada cuando los demás tienen mucho que decir.
Empezamos el desvío hacia Tazo y Arguamul, carretera no tan mala en la que ellos trabajaron, construyendo riqueza para la isla, esforzándose para dejar algo mejor. Ahora sólo habla Moisés, hermano de mis queridos Kiko Macho y Rafael Cabello, hombre con carácter pero noble en la amistad, mirando hacia adelante mientras nos pide que disfrutemos del paisaje, que nos reconciliemos con la naturaleza, eso que él ama y que le da tranquilidad. Me cuenta que, hace años, mi padre tuvo un accidente de coche cuando iba a cumplir. Sí, lo recuerdo. Mi padre me llamó y me lo contó, alegrándome más que él de que no fuera nada grave.
Seguimos adelante y ya sólo habla Moisés, con verbo fluido lleno de pasión, haciéndonos ver cosas que no sabemos ni intuíamos. Y ahí reconozco al hermano de Kiko Macho, contador de contadores de las historias de La Gomera. Ayer le decía que me siento un ignorante cuando él habla. Hoy me sucede lo mismo con su hermano Moisés. Ya saben, echen más vistazos a la vida y menos a los libros.
Llegamos a la ermita de Santa Clara, sitio donde el sosiego y la tranquilidad reinan, enclave alejado del mundanal ruido, espacio con mucho sentido incluso para alguien que, como yo, no es creyente. “Santa Clara en la montaña está sola y bien se amaña”, leo en una placa y me gusta lo que leo. La soledad, cuando es buscada, es un tesoro que pocos valoran.
Seguimos hacia Chijeré y, de ahí, hacia la Punta de Alcalá, trayecto en coche que no se hace pesado porque nada pesa cuando descubres algo nuevo, cercano, que siempre ha estado ahí, que ahora formará parte de ti. De repente, Moisés para el coche y nos pregunta si nos apetece un paseo para ver Los Organos desde arriba. Lo hace con educación, diciendo que si no, seguimos adelante, que no pasa nada. Le digo que sí, que campo a través, que soy un fanático del deporte y que espero que mi condición física no me traicione. Llegamos y vemos una vista impresionante, con un cala dibujándose allá abajo, con el vértigo acumulado por la altura y por la sensación de pequeñez ante la naturaleza. Moisés se sienta y no dice nada. Disfruta viendo lo que ve y le digo a Carlos que no diga nada, que es su momento y que ninguna voz debe estropearlo.
Volvemos un poco atrás, tomando el desvío hacia el Mirador de Arguamul con sus concheros de lapas y llegamos a la iglesia de Tazo, a Santa Lucía, donde tantos gomeros vienen a cumplir, donde, hace mucho, unos portugueses iniciaron la fe, donde se pide por la vista. Yo debí haber pedido también, ciego ante todo lo hermoso que me mostraba mi isla.
Pasamos por Cubaba y llegamos a Alojera. Es ya casi de noche y hace un día espléndido, sol que no es radiante siendo ya tarde pero con luz para festejar los baños de la gente que hay en la playa. Hay que regar la amistad e invito a unas cervezas. Nos sentamos y, por primera vez, no decimos nada, mirando hacia el horizonte, satisfechos por las tres horas mágicas compartidas por tres amigos, felices ante lo vivido.
Es hora de volver. El viaje de vuelta ya no es tan grato porque la novedad ya queda lejos, atrás, en lo territorios del pasado, en el tiempo que no volverá. De repente, mi móvil suena y es una videollamada de mi hijo. Me disculpo y contesto. En la pantalla, esa carita que manda en mí me dice que tiene ganas de verme y sonríe y sonríe, consciente de que su padre se ha hecho mejor después de una tarde que llegó muy tarde pero que se quedará para siempre.
No me hace falta mucho para ser feliz: la sonrisa de mi hijo, el trabajo bien hecho, el ayudar a los demás, … Creo que pocas cosas más. Ah, sí, se me olvidaba, quizá dos amigos y un coche.
P.D. Este artículo está dedicado a mis amigos Moisés Cabello y Carlitos Segredo.