De Joaquín a la Eternidad
Hay momentos en los que no desearía escribir. El negro sobre blanco no revela nada porque la tristeza del alma niega los vocablos que pueden taponar la pesadumbre y actuar como diques de contención ante las lágrimas que, inevitablemente, acuden a mis ojos. Pero esos momentos son los que, quizás, nos definen y uno tiene que cumplir con su obligación de ser uno mismo y hablar de los que, sin ser tú, forman parte de ti porque siempre han estado ahí. Con el tiempo uno descubre alguna verdad y ciertas certezas: te importa menos lo que se diga de ti y sabes lo que puedes esperar de las personas. Ventajas de hacerse uno mayor, supongo.
Joaquín Vizcaíno no dejaba indiferente a nadie porque, sin esperar nada de él, te daba todo lo que tenía. Y al que da todo lo que tiene no se le puede exigir nada más. Hace poco que se nos ha ido con un billete hacia la eternidad y ahora todos estamos un poco más solos.
Alicia, Rafa y Jorge me piden que escriba algo sobre él. ¿Podré? Dudo mucho pero Polo me comenta que lo intente aunque nunca lo consiga. No quiero ser exagerado en el cumplido ni corto en la justicia pero enciendo el ordenador para, palabra a palabra, cumplir con mi deber moral, aunque sea con esta torpe muestra de mi gratitud.
Lo veo caminar despacio por las pasillos de nuestro Centro, con sonrisa amplia, satisfecho de lo realizado como Director y como profesor, bendiciendo a los nuevos y renegando de formas y reformas educativas hechas por, como le gustaba decir, gente que nunca ha pisado un aula.
Joaquín Vizcaíno. Vizcaíno para Roberto y Juan Antonio, Joaquín para el resto, compañero para todos porque, como decía Saramago, sabes el nombre que te pusieron pero no sabes el nombre que tienes. Él era compañero, padre, abuelo, amigo y no sé cuántas cosas más.
Lo veo, sí, con su mirada cálida, matemático de las letras, humanista de las relaciones y paladín feroz de la bondad.
Pero también escucho su voz cuando nos contaba las historias de fiestas en nuestro Centro, hacía ya tiempo. Nos acariciaba el oído y nos acordábamos del clásico ya que daba la impresión de que, al oírlo, pensábamos que cualquier tiempo pasado fue mejor. Todos reíamos y yo quería ser como tú: coronel del deber y general del placer. A tanto no llego porque esos menesteres sólo están reservados para gente como Joaquín.
Leías más y mejor que yo, ahí me ganabas siempre. Fuiste abuelo a su debido tiempo y yo padre en el otoño de mi vida, y ahí también me ganabas. Las hijas de Eva te sonreían más que a mí y ahí me seguías ganando.
Tus victorias eran dulces derrotas para mí ya que las compartías con el que habías derrotado.
Y ahora te has ido y te perdí o, mejor, te he perdido porque no es un adios, es un hasta luego.
De Joaquín a la eternidad y con Joaquín en la eternidad. Él ya está ahí, eternamente eterno, en su descanso bien ganado. Sé que me espera en el restaurante “Pepe el Gomero” del Cielo, donde el vino forja las amistades, los abrazos anulan la soledad y la única cuenta que se debe hace tiempo que ya está pagada.
No te olvides de mí y hazme un guiño en la puerta cuando me toque mi hora. Ya te habrás ganado a todos por ahí porque hombres como tú son más fuertes que la muerte.