El comercio como virtud
Hace ya tiempo que dejé de ser joven. Los años pasan y uno descubre una tranquilidad alejada de las marejadas de la edad temprana, de las prisas por doquier y de la esperanza idolatrada. Sí, hace ya mucho de eso pero uno tiene que asumir que todo tiene un principio y un final, una puerta de entrada y otra de salida. Lo que fue ya no es e, incluso, pudo haber sido de otra forma.
Nos hacemos viejos mientras perseveras en esa fase intermedia donde ayer ya no es y mañana no ha llegado todavía, que diría Quevedo. Ya no espero casi nada y pocas cosas me sorprenden. Las batallas que gané o perdí carecen de importancia y sólo espero ver crecer sano a mi hijo. Más allá de eso la derrota no me asusta.
Echo la vista atrás. Veo mi pueblo de Agulo en mis recuerdos y en las fotos de mi querido Pedro Cruz. Es una época lejana ya aunque la visión es casi perfecta al estar mirando con el corazón y no con los ojos. Veo a un niño que no para de jugar y de leer. Sueña con ser jugador de fútbol pero el talento no da para tanto. Lo asume y sigue leyendo y estudiando porque la vida puede hacer regates que sólo son anulados por la formación.
Veo a mi madre diciéndome que vaya a hacerle “un mandado” un día sí y otro también. Ese chico compra turrón en la tienda de Mon Cabello, toda clase de cosas en la tienda de Manolo Henríquez, polos en la tienda de Alonso y unos tenis Super en la de Ángel. Cierro los ojos y percibo mejor sus caras apuntando con lápiz en esa libreta que era un billete con destino a la supervivencia, billete reforzado a principios de mes ante el valor de la palabra dada.
Algunos, quizás, no pasaron por ahí pero sé que hay gente en toda Canarias que comparte mi sentimiento de gratitud ante estos TENDEROS, así, en mayúsculas, que pocas veces negaron algo a alguien y muchas otras le dieron todo a todos. Mi amigo Ángel García, retornado no hace mucho, me pide que escriba algo sobre ello porque él también está agradecido. Sin duda fue bien educado por su madre y por aquel hombre de boina asomado a la ventana que me saludaba siempre a pesar de ser yo un niño y él ya mayor.
Estos conseguidores de todo que mataron mucha hambre siempre estaban con la sonrisa en la boca, satisfechos de su trabajo, despachando horas y horas ya que sus reservas no parecían tener fin. Había de todo un poco y sobraba ganas de hacerlo bien dentro de un ambiente de hijos del pueblo, ambiente que, para ser honesto, se ha perdido en los ásperos caminos de la envidia y de la política mal entendida.
Un kilo de carne, dos paquetes de arroz, uno de azúcar y algo de comino, le decía a Manolo Henríquez, mientras remataba con la muletilla común de “mi madre que apunte”. Él siempre apuntaba y preguntaba cómo estaba mi madre y mi padre. Y apuntaba, da igual lo que le pidiera, y seguía apuntando porque hay gente que usa el lápiz del corazón y la libreta del alma. Siempre que voy a Agulo me gusta hablar con él pero nunca me atrevo a preguntarle si es consciente de todo el bien que hizo.
En Agulo había más tiendas, muchas más en toda Canarias e incontables en las zonas rurales de España. Se dependía de la agricultura para cobrar y la sociedad se adaptó ya que mucha gente sólo podía pagar a principios de mes. Nadie ponía trabas ya que la palabra dada era el mejor aval posible. No había mucho pero lo dábamos todo. Es lo que mi amigo Enrique Niebla llama “la pobreza honrada”. Ahora hemos mejorado y está bien que así sea aunque yo echo de menos ciertas cosas: las risas con mis amigos, el respeto por los mayores o la honradez como bandera.
Hoy quería rendirles homenaje aunque sea con este torpe artículo. Manolo, Mon Cabello, Ángel, Alonso, Federico, Eliseo y Vicente (los muchachos, decía mi madre), … nombres que acuden a mi cabeza para describir algo que ya pasó pero sigue ahí, en los engranajes de mi alma. Sí, esas tiendas de “a fiado” o “mi madre que apunte”, esos lugares de comprar, vender y charlar. Esos territorios emotivos que forman parte de nosotros por la sencilla razón de que borraron lágrimas y acrecentaron sonrisas. Nunca tan pocos hicieron tanto, en los cielos de Gran Bretaña, cierto, pero también entre los riscos de Abrante, La Zula y La Caperuza.
Nota del Editor: Desde luego que en La Gomera, no se inventó "el fiado", pero si uno de esos lugares de Canarias donde se empleó con la eficacia que da la necesidad. Tras esa impagable labor, hombres y mujeres que dedicaron su tiempo en ayudar a los demás a sobrevivir en épocas difíciles y, aunque su generosidad pueda que parezca haya pasado inadvertida, muchos años después, aquellos que fuimos innumerables veces con esas "libretas" a las Ventas, hemos querido rendir homenaje en general a todas y, muy en particular a las de nuestros Pueblos. Hoy, Óscar Mendoza a las de su Pueblo de Agulo y hace algún tiempo, este humilde Medio a las de Hermigua. A todos ellos, mil gracias por su confianza.