El laberinto catalán
Siempre he admirado a Albert Camus. Razones no me faltan. Hombre total en el sentido humanista del término ya que su talento para escribir era completado por una eterna lucha contra la injusticia y por intentar hacer de este mundo un lugar un poco mejor para vivir. Sólo esto último es motivo para admirar a cualquiera, afirmación temeraria en una sociedad egoísta hasta el vómito y donde el triunfo social se empodera, que se dice ahora, de las voluntades y de los modelos a seguir. Muchos no queremos ser partícipes de ello.
Nos toca vivir el tiempo que nos ha tocado vivir y eso supone unas obligaciones que hay que asumir pero no hay razón para rendirles culto en una especie de apología de la locura. Cada uno es como es y, a veces, como siempre ha querido ser.
Camus, portero de fútbol en su juventud, rompió el mito de que el fútbol no es para escritores ya que se suponía que embrutecía, falacia alimentada no sé sabe bien por qué cuando no hay palabras más bonitas que leer y jugar. Mucho tiempo después Cela dijo que el fútbol no embrutecía ya que, sencillamente, el que es bruto lo es sin necesidad de darle patadas a un balón o ver cómo otros lo hacen.
El genial escritor galo pronunció una frase que contiene toneladas de sentido común y litros de agua para bañarse en la piscina del patriotismo sin acabar ahogándose. Decía que él amaba demasiado a su país como para ser nacionalista. Si meditan un poco esta sentencia hallarán la respuesta a muchos problemas actuales.
Y es que el supuesto amor a algo, incluida la patria, no puede ser incondicional.
La situación en Cataluña es muy preocupante. Parece como si se hubiese entrado en una vorágine de odio en la que las posturas eclécticas son denostadas porque son tibias y ya se sabe que el fanatismo necesita el calor del odio y de la ignorancia. La mitad de una sociedad quiere desprenderse de la otra mitad porque la considera traidora y demasiado amante de lo español, hecho portentoso porque se asume en la generalidad lo que no puede ser generalizado, es decir, se presupone que todos los de un bando son buenos y todos los del otro son malos. La polarización es muy peligrosa y tiende a enquistarse. La Guerra Civil no está tan lejos como ejemplo de lo dañino que puede ser lo maniqueo.
Es bastante llamativo que todo empezase con unas peticiones económicas por parte del gobierno catalán. ¿Les suena? Quizás no, pero es lo que se llamó el Estatut. No se engañen, la pela es la pela y esta pataleta sin fin tiene que ver, como siempre, con lo que un gobierno puede gastar. Tal hecho fue removido por gente sin escrúpulos para movilizar lo emocional de parte de la sociedad catalana con la intención de darle un frente común. Había que luchar contra la vil España y sus símbolos, aunque el ínclito Arturito Mas destrozase la Sanidad y la Educación catalanas aplicando unos tijeretazos de corte y confección absolutamente calcados a los que dio Marianito en todo el Estado.
Ya ven, no eran tan diferentes. Recortes por doquier aunque uno fuera muy español y mucho español mientras el otro bailaba una sardana cuyo primer paso se daba en la Plaza de Cataluña y el último en una cuenta bancaria en Andorra, patria chica de los Puyoles y de no pocos españoles con pulserita roja y gualda.Y es que, siendo sincero, todo esto sería cómico si no fuera trágico para la mayoría.
Es bastante llamativo el hecho de que casi la mitad de los catalanes entrasen al trapo y apoyaran, en mayor o menor medida, a unos cleptómanos que los estaban humillando un día sí y otro también pero que les tocaban la fibra con eso de que Cataluña siempre fue un país y qué mala es España. Ya saben que el corazón conoce razones que la lógica no conoce. Y así nos va.
Claro está que a los mandamases de Madrid parece no disgustarles la situación. Se relamen pensando en lo bien que les va este conflicto para tapar otros de más calado social. Alzan la voz y acuden a los símbolos nacionales mientras, por ejemplo, un chica es despedida por quedarse embarazada o un colegio está 20 días sin el profesor que le hace falta. Son asuntos baladíes para los que claman y gritan que son muy españoles mientras Ginebra se postula como segunda capital del Estado porque acoge más cuentas bancarias patrias que las que muchos creen.
Difícil solución para este asunto porque las partes condenadas a entenderse no quieren entenderse porque están condenadas a odiarse merced a unas razones espurias matizadas con alguna bandera y mucha estupidez. Ni vencerán ni convencerán, parafraseando a Unamuno.