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lunes, 16 de diciembre de 2024 09:30h.

Fugaces

OSCAR OPINION NUEVA HIJO
“Vas a urgencias pensando en que te mandarán medicinas y reposo. Y esa rueda del destino de la que les hablaba antes gira, se tuerce, cambia de dirección en un movimiento brusco, inesperado, dejándote sentado y abatido, esperando una operación urgente en el frío pasillo de un hospital.”

Hay momentos en la vida que aparecen, rápidos e inesperados, girando las ruedas del destino hasta casi un punto de no retorno, de hasta aquí llegué. Ese instante en el que notas que la de la guadaña afila su instrumento mientras te mira indiferente por ser uno más que pasará a mejor vida. Ella, ejerciendo su magisterio desde que el mundo es mundo, no se va a conmover por cumplir con su obligación.

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Solemos pensar demasiado a menudo que viviremos muchos años y que, de una u otra forma, llegaremos a peinar canas recordando nuestros años de juventud y confesando, como diría Neruda, que hemos vivido. Pero nos engañamos, queriendo o no, y, de repente, te das cuenta de lo fugaz que es la vida, de lo poco agradecidos que somos y que desaprovechamos momentos increíbles por la vorágine de este sistema que nos hemos dado. Todo va tan rápido que perdemos la perspectiva, esa mirada desde lejos que nos dicta que no somos dioses y que, como mortales, debemos morir.

Quizás haya que pasar por situaciones en la frontera entre la vida y la muerte para darse cuenta de ello. O quizás no aprenderemos nunca porque nuestra mente, facilona y acomodaticia, tiende a protegernos de la verdad.
Hace ya algunos meses yo pasé por un momento así. Zozobré y creí hundirme, primero fisiológicamente y después mentalmente. Y no estaba preparado, como creo que no está la mayoría de la gente.

Sientes un dolor en el abdomen, agudo e intenso. Piensas que es un problema digestivo, banal, algo provocado por un alimento en mal estado o un virus. Vas a urgencias pensando en que te mandarán medicinas y reposo. Y esa rueda del destino de la que les hablaba antes gira, se tuerce, cambia de dirección en un movimiento brusco, inesperado, dejándote sentado y abatido, esperando una operación urgente en el frío pasillo de un hospital.

Acude mi prima Fuensanta Mon, cirujana del Hospital Universitario, acompañada de su hermano Jorge. Me pide que esté tranquilo, que no le dé muchas vueltas a la cabeza y que todo saldrá bien. Y la creo pero no puedo evitar mandarle un mensaje a la madre de mi hijo diciéndole que no se olvide que, como ella sabe, tengo testamento y que defienda los intereses de mi hijo si todo sale mal.
Y todo sale bien. Bueno, no tan bien y tengo complicaciones por infección que me dejan a un paso de la muerte. O al menos eso es lo que sentí en ese momento. 

Pasan tres días y empiezo a mejorar mientras todo el personal de la planta séptima (sección par) me trata con un cariño que no creo merecer, dándome ánimos porque ven mi mirada, huidiza y triste, mientras me dicen que saldré de ésta.
Miro por la ventana de mi habitación y veo la autopista donde pasan más y más coches, conducidos por personas con sus vidas y sus preocupaciones, sus anhelos y sus ilusiones, gente que no sabe que alguien que los mira desde una cierta altura está lleno de dudas, de miedos, de una variante que se acerca: mi muerte. Y no por dejar de existir sino por dejar solo a una personita de casi seis años que me manda dibujos para que me ponga bueno. Eso es lo que temo.

Pasan once días y recibo el alta. Parece que todo va bien en mi intestino y que casi ya puedo hacer vida normal. Y así lo hago.
Sin embargo, poco después, mi cabeza empieza a transitar por un camino que no había transitado, desconocido, oscuro y letal.

Ahora ya casi nada tiene sentido para mí y me da todo igual. Poco a poco voy cayendo y no veo la forma de remontar. Mis anclas vitales ya no parecen sostenerse y de repente pierdo ese miedo que me acompañó durante algunos días en el hospital: el miedo a la muerte. Es más, pienso que no estaría mal unir el sueño nocturno con el sueño eterno y desaparecer de esta vida. Y en ese momento me doy cuenta de que tengo una depresión muy fuerte.

Pido ayuda inmediatamente y me pongo en manos de un psiquiatra y de un psicólogo. No me da vergüenza decirlo. Terapias y medicación me ayudan y, poco a poco, empiezo a salir de ese túnel que me consumía por dentro, que me dejaba un vacío que no sé explicar y que no le deseo ni a mi peor enemigo. Y ahí sigo, luchando por no recaer y volver atrás, sabiendo que ese miedo ya no me abandonará jamás y que tengo que aprender a vivir con ello.

Me ha costado mucho escribir este último párrafo. Lo he hecho, les ruego que me crean, para visibilizar las enfermedades mentales y para pedirles que busquen ayuda si ustedes o alguien cercano a ustedes tiene problemas graves.
Yo tuve suerte, por cierto. Me refiero a que pude pagar a esos médicos pero soy consciente de que no todo el mundo puede hacerlo. Es más, creo que bastantes suicidios tienen como causa el no pedir ayuda a un especialista. Algunas veces, incluso, por no tener dinero. 

Este es el país que tenemos. Un país con un fraude fiscal vergonzoso, con gastos superfluos y que no prioriza la Salud (física y mental) y la Educación, mientras se despilfarra dinero en estupideces de todo tipo.
Sí, somos fugaces y quizás no pensemos mucho en eso. Un golpe de mala suerte o de infortunio y todo ha acabado. Por eso cada día es un regalo y, más allá de los problemas diarios, debemos pensar que todo tiene solución, salvo la visita de la guadaña.

Esa dama oscura y fría se me presentó de cara y casi me lleva. Yo hubiese pactado con ella que me llevara pero que dejará vivir muchos años a mi hijo, pacto imposible pero deseable. O quizás se dio cuenta de que ni tan siquiera ella es más fuerte que mi amor por ese loco bajito que me mandaba dibujos en aquellos fríos días de enero.


P.D. Este artículo está dedicado a mi prima Fuensanta Mon Martín, a sus compañeras cirujanas y a TODO el personal de la planta séptima (sección par) del Hospital Universitario de Canarias.