La guagua del sacrificio
Dicen que ser testarudo, marrón decíamos en La Gomera, es un paso más allá de la fuerza de voluntad que, como bien decía Oscar Wilde, es la base del carácter de una persona. Aceptar lo que se debe hacer aunque no quieras hacerlo es un ejercicio de entrenamiento para la vida, esa sentadilla para las piernas que se extrapola hacia toda la musculatura del cuerpo, si me permiten el símil deportivo.
No me gusta, pero lo tengo que hacer, primera píldora de la educación de una persona. Y es que el mundo sería algo todavía peor, que ya es decir, si sólo hiciéramos lo que nos pide el cuerpo.
La palabra sacrificio, tan denostada en las continuas y estúpidas reformas del sistema educativo, ha perdido parte de su valor y quizás no nos damos cuenta porque todo va tan rápido que la comodidad es la primera opción y, poco a poco, se va convirtiendo en la más publicitada y socorrida cuando muchos intentan ser los adalides de eso tan pernicioso y propio de nuestra época: lo políticamente correcto.
No siempre fue así y hubo una época en la que todo era muy diferente, allá, en el municipio más bonito del mundo, en el lugar donde todo tiene sentido, en el sitio de mi recreo, que diría Antonio Vega. Y no sólo fue así para mí, fue así para todo el mundo, contexto de obstáculos que, entre otras muchas cosas, une como sólo puede unir la dificultad.
Echo la vista atrás. Octubre de 1984. Empiezo mi educación secundaria en La Villa y ya nada será igual. Dudo y en esa duda me hago fuerte, siendo el ir hacia adelante el único camino ya que lo que queda atrás es todavía peor. Ramón Rodríguez, dos años mayor que yo, cursa 3º BUP y vivimos casi pared con pared. Me hará de Cicerone y me siento más seguro. Lo espero a las 6 y media de la mañana y nos vamos al Mantillo para coger la guagua. Empezamos a caminar, hace frío, mucho frío, y entonces sé que mi vida está empezando otra etapa, más difícil y, por ello, más enriquecedora.
Es complicado el explicar a un joven esos días, llenos de sacrificios y de problemas, de incertidumbres miles y pocas seguridades, contexto en el que uno se hace fuerte si consigues que todo eso no te destruya, que diría Nietzche.
Cuando naces en Agulo tienes el Teide todos los días. Te mira y lo miras, le preguntas por qué es tan grande y sabes que habrás de ir allí, a Tenerife, si quieres ser enfermero, en el caso de Ramón, o profesor, en el mío. Quizás haya que alejarse bastante para conocerse y ver de lo que somos capaces.
Pasan los días, arrecia el frío y cae la lluvia, esa lluvia tan de Agulo, tan nuestra. Pasamos por el campo de fútbol, casi a oscuras, teniendo cuidado con el barro, ese barro con el que hacíamos tanques en la bajada, frente al consultorio médico, en otra época, en otra historia ya lejana que debe ser dejada atrás.
Llegamos al Mantillo, olor a pan y bollos recien hechos, a gente que pasa para iniciar sus labores, a Lalo desde la ventana de la panadería diciéndonos que hay que leer para saber. Nunca olvidaré esa frase. No dijo hay que estudiar para saber sino hay que leer para saber. ¿Ven el matiz? A mí me costó años captarlo y aprender, de una vez por todas, que hay gente sin formación que son muy inteligentes y que los hay con formación por la exclusiva razón de que el sistema educativo es, a veces, demasiado generoso.
La Guagua empieza el recorrido hacia la capital. Una hora para llegar y otra para volver, hecho que he comentado muchas veces a lo largo de mi vida a gente que me mira con incredulidad, al costarles aceptar que eso, no siendo fácil, era lo que exigía la palabra bendita: sacrificio. Todo es algo penoso y triste, chicos de 14 a 17 años luchando sin saber si van a ganar. Pero hay cosas bonitas: la sonrisa y las bromas de los chóferes (Sindo, cuñado de mi amigo Alcibiades, Santos, Cervando, Sergio), las miradas entre nosotros, la bromas de Juanito y Juan, la risa de Rita, la cultura de Jose Joaquín(el primero que compartió conmigo lecturas y autores), su hermana Monse, guapa e inteligente, especial, ésa a la que no le hablé hasta meses después ya que todo lo que le quería decir me parecía banal y estúpido.
Pasan los meses y los años. Todos nos apoyamos en La Villa. Kiko Correa y su hermano Ulises me ayudaron mucho, haciendo gala de la generosidad que siempre los definió, a ellos y a toda su familia.
Las frías mañanas en el mantillo ya no son tan frías, o eso me parece. Veo a la gente que va al monte, como Toño García, padre de mi amigo Francis, ejemplo de humildad y del cumplimiento del deber. Pasan, dicen algo como qué se cuenta la juventud y siguen adelante. Ramón y yo nos miramos. Pensamos al unísono, estoy seguro, que no podemos quejarnos y que, después de todo, hay vidas peores. Por supuesto que las hay.
Alexis Serafín, por ejemplo, me cuenta de sus idas y venidas al Cabrito, de su lucha por salir adelante, del sacrificio que él también tuvo que hacer, pleno de confianza ya que era lo que se tenía que hacer. Eso sí, y esto es admirable, siempre volvían a Agulo cansados pero alegres, siendo las bromas la terapia contra las penurias del alma.
Alcibiades García, otro ejemplo, que iba a estudiar por la tarde, llegando a Agulo a las diez de la noche y teniendo que pagar un taxi (el de Hernández) que los llevara a Las Rosas. Él me lo cuenta sonriendo y alegre pero yo no consigo entender cómo las autoridades permitían eso.
Y también estaba mi querido Francisco Cabello, Kiko Macho, que junto con Camilo, Chuchi, ..., tuvieron peor suerte y les tocó salir pronto de la isla. Él me lo cuenta tranquilo, pausado, feliz. Camilo, me dice, tenía mucha facilidad para aprender, no sólo para jugar al fútbol pero la trágica muerte de su padre le cambió la vida. Lo miro y agacho la cabeza, sintiéndome algo culpable por haber tenido más suerte. Le dejo hablar y al final le cuento que uno de los profesores que me dio clases en la Facultad de Filología fue compañero suyo. No puedo articular el nombre porque él se anticipa. Ya ven, la vida hace regates constantemente, unos hacia la luz y otros hacia la nada. Y no puedes elegir.
Vuelvo hacia atrás. Finales de septiembre. Fiesta en Agulo y Ramón y yo seguimos caminando desde el Charco hasta el Mantillo para cumplir con nuestra obligación. Pasamos esta vez por la plaza, atraídos por los últimos ruidos de la verbena. Vemos gente feliz y parejas felices y nos agrada pero algo dentro de nosotros se pone triste. Nosotros querríamos estar ahí, disfrutando de la música, bailando con las numerosas chicas guapas del pueblo, envolviéndonos en una atmósfera festiva de la que queremos participar. Seguimos adelante, la guagua del sacrificio nos espera.
Aquella época, aquella vida, tan dura y plena a la vez, no es la que yo querría para mi hijo. Pero tengo cuidado de hacerle todo fácil, idea que me atormenta y me preocupa mucho. El sacrificio, santa santorum de tantas victorias personales, debe acoplarse a él como una segunda piel, como hizo con el padre, hace mucho, en un rincón del norte de La Gomera donde, si la vida no me regatea, acabarán mis días.