El joven de la Molina Vieja

Llego a su casa y Alcibiades me recibe con los abrazos abiertos, con la sonrisa amplia y agradeciéndome que haya ido. Es extraño. Soy yo quien tiene que agradecerle a él la invitación. 

Pasa el tiempo y apenas nos damos cuenta de que, poco a poco, ya no somos lo que éramos, sin que esto quiera decir que seamos peores. Yo, torrente de energía en aquellos años de mi juventud, lejanos ya, me siento cómodo al cumplir años y, si bien es cierto que añoro cosas, también es verdad que ahora tengo otras de las que no disfrutaba hace años: la tranquilidad, las conversaciones pausadas sin querer convencer a nadie (proselitismo, creo que lo llaman), el sentirme feliz al haber vivido, el dedicarme en cuerpo y alma a la educación de mi hijo, el saber que, después de todo, no mucha gente me odia.

El móvil se ilumina con la luz de un mensaje, cosas de la modernidad, y aparece un audio del gran Alcibiades García, preguntándome cómo estoy y haciéndome prometer que la semana que viene, al estar en Agulo, iré a ver su museo. Le digo que cuente con ello pero no quiere que llame museo a su casa, le parece una palabra demasiado amplia para designar lo que él ha construido.

Ya estoy en Agulo, en casa de mi hermana, degustando el mejor potaje de berros de La Gomera, con mi primo Carlos Segredo, con Kiko Macho, con Francis el de Marina, con la gente que aprecio y a la que me gusta escuchar. Hablamos y reímos, vivimos y echamos la vista atrás, el tiempo pasa rápido porque estamos cómodos. Es algo tarde y mañana un amigo me contará su pasión. Quiero estar descansado. Algo me dice que voy a hacer un viaje como nunca he hecho, novedoso a pesar de visitar sitios que forman parte de mi pasado.

Llego a su casa y Alcibiades me recibe con los abrazos abiertos, con la sonrisa amplia y agradeciéndome que haya ido. Es extraño. Soy yo quien tiene que agradecerle a él la invitación. Reflexiono y me doy cuenta de que la gente generosa es así: tienden a ver la virtud en los demás, pocas veces en ellos mismos.
Su sombrero, estructura atávica para empezar la visita, me hace ver que está preparado para ella. Es como si, al colocárselo, se vistiera con sus mejores galas para acceder a lo que ama, a su pasión, a lo que conforma su ocio y a lo que, poco a poco, acabará siendo parte de él, si no lo es ya.

Me señala unas piedras y no entiendo. Entes sin vida de las que no conozco su función. Sonríe y me pide que mire mejor y veo una pequeñas plantas creciendo entre ellas, respirando entre huecos de no vida para embellecer lo que yo no había visto. Le pregunto y veo la respuesta antes de que articule una sola palabra: son endemismos de nuestra isla, sólo crecen aquí, en esta tierra bendita en la que cual quiero que me entierren cuando llegue mi hora.

Sigue la visita. Él va delante, como deber ser, luz para iluminar a un neófito como yo, alguien que ama su isla pero que apenas sabe de ella. Alcibiades habla y aprendo rápido. Siempre he aprendido rápido pero, tal vez, no siempre aprendí las cosas que debí aprender. Recuerdo que anoche, hablando con Kiko Macho, le decía, esbozando una sonrisa de vergüenza, que muchos turistas conocen La Gomera mejor que yo. Se lo comento a Alcibiades y su respuesta me deja perplejo: lo importante no es lo que te has perdido sino aprovechar lo que puedes ganar a partir de ahora.

Vemos instrumentos de otra época, utensilios que ya no son pero que siempre estarán, aparatos de un ingenio superior, hijos de una época llena de penurias y de sacrificios pero también de unos valores y de una unión que el viento de la modernidad ha destruido en buena parte. Nos miramos y pensamos que nuestra isla ha perdido cosas que nunca debió perder.

Seguimos adelante y veo un coche de otra época, bello por dentro y por fuera. Me señala un burro que moraba en La Laguna Grande y que alegraba nuestra niñez, una fuente de agua extraída, después de mucho trabajo, por este gomero de bien, este hombre capaz de enseñar para que nada se pierda cuando él se vaya.

Abre la fuente y me ofrece agua. Bebo el líquido elemento y, como la magdalena de Marcel Proust, hago un viaje al pasado, hacia mis visitas al pescante con Alexis Serafín, Kiko Correa, Ramón Rodríguez, … y cuando subíamos, dejando atrás nuestro paraíso, y bebíamos agua en La Verdura con una hoja de ñame. Me quedo bloqueado. Alcibiades me pregunta si estoy bien, si el agua me ha sentado mal. No, todo lo contrario, nunca he probado un agua mejor, un agua con tanta fuerza que me provoca felicidad al llevarme a un pasado que no quiero que muera.

Avanzamos y aparecen todo tipo de cosas, conservadas con habilidad por este soñador insigne, por este profeta de la tradición que reza al cielo del sentido común para que nada de lo que me enseña se pierda, por este luchador que, al ser preguntado por las ayudas que recibe, me responde que con que no lo jodan, se conforma. Me quedo atónito y siento vergüenza.

Cuchillos de otra época, serruchos que cortaban maderas que ya no hay, garrafones, foniles y todo lo que era necesario en época de vendimia, un lagar diferente al que yo conocí, allá en la Piedra Gorda, cuando Manuel Serafín, padre de Alexis Serafín, me enseñaba cómo se pisaba la uva y a hacer el queso con la soga. Sudores de otra época, esfuerzo que, a pesar de todo, unía como sólo puede hacer la dificultad compartida.

Ya queda poco, me dice Alcibiades, pero yo no quiero que se acabe. Saca su acordeón e interpreta “Bajo el cielo de París”, canción que me transporta a la ciudad de las luces, gesto hacia este profesor de francés, maestro de nada y aprendiz de todo. La vida , después de todo, es así de fácil: se puede ser feliz con poco, si ese poco acaricia tu corazón.

Me habla, mientras tomamos café, de su proyecto para enseñar a los niños, cuando todo esto del virus acabe. Se explica a la perfección, demostrando que también dispone de una sólida formación teórica. Creación de talleres reales, de ilusión bendecida por las miradas de los niños, de espacios dedicados a lo que se hacía antes para que ellos, futuro de nuestra isla, sepan aunar lo moderno con lo que fue novedoso en época de sus abuelos. No me parece un mal proyecto.

Acto final. Sabedor de mi pasión por las palabras, saca unas hojas avejentadas por el tiempo y me quedo paralizado. Son de 1936, poco antes del golpe de estado de Franco, y al leerlo no sé qué decir. Albiciades me mira y ve en mí el efecto que él buscaba. Alguien, hace mucho, preguntaba por carta por la cosecha de papas y, al final, y soy feliz al decir esto, le rogaba a su padre que le diera saludos a todos los vecinos. Hay actitudes que nunca deberían morir.

La visita se acaba. Sí, el tiempo pasa y el joven de la Molina Vieja, cada día más joven, procura enseñar todo lo que formó parte del pasado. Él se rejuvenece al mostrar lo que ya no es, contradicción que no es tal porque su alma se alimenta de todo aquello que le importa, de esos pequeños grandes enseres que configuraban los tiempos, remotos, de la gente a la que amamos y que ya no está. La arrugas de su cara son eliminadas por la pasión de su corazón.

Nos despedimos y le digo que tenía razón, que quizás museo no es la palabra adecuada para SU CASA, que esa palabra se me queda corta, que he estado en muchos museos de unos cuantos países y que su morada es algo diferente. Su hogar, me gusta esa palabra, el antiguo y el moderno, pegados el uno al otro, va mucho más allá de lo que ves, va de mirar y sentir o, mejor, de mirar y escuchar sintiendo, de vivir cosas sin vida que formaron parte de otras vidas, de dejarse llevar hacia atrás en un viaje mágico. Y ya se sabe que quien tiene magia, no necesita trucos.

Fin. El viaje se acaba pero otros continuarán la peregrinación hacia la tradición. Yo, mero espectador de algo tan bello, salgo cargado de cosas. Y es que hay viajes que sí necesitan muchas alforjas.