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lunes, 16 de diciembre de 2024 09:31h.

La Laguna Grande

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Hay un lugar en el centro de nuestra isla, en el centro de nuestro parque, en un lugar sin árboles pero rodeado de ellos, en un sitio donde los recuerdos tienen olor a carne de cochino y risas en familia. La Laguna Grande, grande no por ser laguna sino por ser ese espacio donde, siempre, fuimos felices con la energía de no saber que lo éramos.”

La infancia, ese terreno del pasado que constituye otra vida diferente, tiene sus momentos y sus lugares. Momentos, muchos, en soledad o acompañado, con sonrisas de oreja a oreja o con miradas de zozobra y derrota. Lugares, no tantos. Quizás porque la magia de un espacio viene asociada a una serie de cosas que, raramente, se unen para configurar algo especial, algo que, con la perspectiva del tiempo, entiendes que también ayudó a darte forma.

Hay muchos en Agulo: El Pescante, El Pedregal Mata, Gallego, … Pero también los hay en toda esa parte de La Gomera que no es Agulo.
De Agulo hacia La Gomera, recorrido vital de mis primeros 18 años en los que mi niñez se trazaba desde un campo de fútbol en La Montañeta hasta un centro de secundaria en La Villa. Sí, del balón a la lectura, de las risas a la responsabilidad, de lo que te gusta hacer a lo que debes hacer. Así es el camino de la vida.

Hay un lugar en el centro de nuestra isla, en el centro de nuestro parque, en un lugar sin árboles pero rodeado de ellos, en un sitio donde los recuerdos tienen olor a carne de cochino y risas en familia. La Laguna Grande, grande no por ser laguna sino por ser ese espacio donde, siempre, fuimos felices con la energía de no saber que lo éramos.
Hago limpieza en mi casa, en busca de un poco de orden. Doy con una foto en la que se ve a mis primos Adán, Emilio y Javier (venido de Venezuela). Yo también estoy pero apenas me veo: pelo alborotado y chaqueta para protegerme del frío. Pero hay algo más. Percibo tranquilidad y paz, sin las responsabilidades de la vida adulta, sin eso que nos va cambiando poco a poco, a peor en muchas ocasiones, a mejor en unas pocas. En esa época todo era jugar y esperar.

Echo la vista atrás, hacia ese sitio mágico de la infancia, hacia esas mesas al lado de los braseros donde cada familia era más familia y los problemas se diluían entre un poco de vino del país y viandas cortadas al milímetro para que nadie se quedara sin su parte. Los mayores hablaban y hablaban, siendo el vino el instrumento para acelerar las lenguas y despertar palabras cargadas de emoción que casi siempre sólo eran dichas cuando el alcohol estaba presente. Los jóvenes no hablaban y tampoco escuchaban mucho. Corrían y exploraban, respirando ese aire frío en invierno y cálido en verano, haciendo muchas bromas a tu amigo del alma o a esa chica que te gustaba. Es curioso, las bromas eran la comunicación perfecta para la amistad y para algo parecido al amor. Y cuánto más te gustaba alguien más bromas le dedicabas. Hoy, muchos años después, esa inocencia sólo forma parte del pasado.

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Había algo espiritual también. Se decía que, allí, en un círculo de piedras, se sentaban las brujas de antaño a hacer de las suyas, a invocar a no sé quién y a planificar el miedo que sería inyectado a los demás. Pero yo creo que no era así. Se sentaban para charlar, para darse compañía, para compartir problemas y soluciones, para hacer ver que, después de todo, somos seres sociales y necesitamos una mirada de aprobación o una sonrisa para darnos cuenta de que no somos tan malos.

Algunas veces, incluso, subíamos en manada los niños de La Gomera. Los Payasos de la tele venían a nuestra isla  y queríamos ver si eran como aparecían en la tele, si las risas eran tan abundantes como en aquel programa que alegraba nuestra infancia y que hacía que nos evadiéramos hacia algo que no había en Agulo. Allá arriba, en la laguna mágica, descubrimos que las risas y las bromas son más risas y más bromas en la vida real, que alguien puede venir de fuera, de muy lejos, para alegrar a unos niños que veían a aquellos ángeles de cara pintada y zapatos largos como amigos que, por arte de magia, habían pasado de la televisión a nuestra vida, con la mediación, estoy seguro, de los espíritus de la Laguna Grande. Esos espíritus, después de todo, sólo querían vernos reír.

Risas, música y algo de frío, rifas para conseguir una bicicleta, posesión deseada por todos. Yo miraba mi boleto y me daba cuenta de que, una vez más, no iba a tener nada. Pero algo apagaba la tristeza: un chico de Agulo, Ricardo (hermano de mi amigo Jorge Morales) consiguió una y, al menos, algo bajaba para el pueblo.
Otra vez vino un niño cantante. Pero no era lo mismo. Ni había risas ni había bicicletas. Así de simple era la felicidad por aquel entonces.

Ha pasado mucho tiempo. Hace poco estuve en La Gomera y fui a comer al restaurante de La Laguna Grande. Mi amigo Jorge Morales trabaja allí y siempre nos atiende con cariño y eficacia. Mi sobrino y mi querido Carlitos Segredo me acompañan. Acabamos de comer y Carlitos y yo echamos un vistazo a esa laguna que sigue ahí pero que ha cambiado mucho, no por ella misma sino por los ojos de quienes la miran. Mi primo me cuenta cosas y mi pensamiento recorre veloz el pasado en busca de referencias, de apoyos para recordar, en busca de aquella furgona de mi padre mal aparcada, en busca de la sonrisa de mi madre mientras cocinaba, en busca de tantas cosas que ya no volverán. Subimos al coche y ni mi primo ni yo hablamos durante un buen rato. No hace falta. Sé lo que está pensando porque es lo mismo que pienso yo.

Ya nada es como antes. Incluso mi querido Alcibiades García me cuenta un atropello sobre unos enamorados que se miraban fijamente mientras un burro los contemplaba con alegría. Ese burro, hoy en La Molina Vieja, recuerda con tristeza el pasado porque otros burros, que no son animales, destruyeron con fuego algo que no es de nadie porque es de todos. Es el problema de darle poder a aquél que ni piensa con la cabeza ni siente con el corazón.

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Acto final. Mientras bajo por Juego de Bolas noto que me aproximo con alegría a Agulo. Pero algo hermoso queda detrás. Es como si quisiera llegar al lugar que me vio nacer y volver, al mismo tiempo, a uno de los lugares que me vio crecer. Y en esa lucha me reconozco, recordador del pasado que tiene que seguir adelante.
La Laguna Grande queda atrás, en esa parte de nuestra infancia que nos dio forma, en esos años donde todo era diferente, quizás mejor o sólo un poco peor. Las Brujas, ya entradas en años, esbozan una mueca de pena, algo tristes al no ver ya tantos niños y tantas risas en la laguna mágica.