Luces de Navidad
Nos hacemos viejos. Es irremediable y hay que asumirlo con gallardía aunque pasan los días y piensas que Wilde tenía razón en aquello de que la juventud es lo único que merece la pena poseerse. La tranquilidad ocupa el espacio de la energía y lo que parecía mucho no lo es al ser sólo un rastro perdido en el pasado.
Llega la Navidad y está próximo el final del año. Celebramos lo bueno de estas fiestas, que es mucho, sin dejar de recordar. Las sillas ya no están todas ocupadas y piensas que eras realmente afortunado cuando no faltaba nadie, cuando todos sumaban, cuando nadie restaba, cuando, en fin, todo tenía más sentido porque la muerte no nos había golpeado. La familia, si se comporta como tal, es el mejor regalo de todos.
Leo los periódicos, escucho la radio o veo la televisión y, como de costumbre, todo se llena de publicidad relativa a lo que se come, se bebe y se regala. Si no hay consumo no parece que pueda haber Navidad o, al menos, ése es el mensaje que pasa y que, para qué engañarnos, cala. Luces por doquier, colas interminables y la sensación de que quieres estar en un sitio más tranquilo, en el sitio de tu recreo, en aquella parte de tu infancia donde te gustaría pasar tus últimos días. Ya saben, “Agulo, rinconcito de jardín tropical, ...” que diría el gran Miguelito.
Sí, luces y más luces. Hay incluso una especie de competición a ver qué ciudad y, por ende, qué corporación municipal tiene la iluminación más relevante por la cantidad que, a estos efectos, destila, al parecer, calidad. Cuantas más bombillas más cálida es tu ciudad y si hay algunos seres humanos durmiendo en bancos se pasa página, se olvida y se recurre a los llamados daños colaterales. Al parecer, el cinismo no hiberna en Navidad.
Resulta gracioso, o más bien patético, cómo el alcalde de Vigo reta a cualquier alcalde de España a poner más luces que él en sus respectivas ciudades. Y no sólo eso, se viene arriba y lanza en la lengua de Shakespeare una especie de combate allende los mares dónde la queimada superaría al whisky de Nueva York y lo que te rondaré morena.
El regidor de la llamada capital del mundo tiembla y, según me dicen, ha dado la orden de no contradecir al “Conde” de Vigo y asumir la derrota sin paliativos, conocedor de que los gallegos tienen mal perder y de que no conviene poner nerviosos a los políticos españoles que, a Dios gracias, están a partir un piñón y defienden el interés de España por encima de todo. En fin …
Vienen fiestas muy marcadas y te regocija ver la sonrisa de los niños, sus nervios antes de los esperados regalos. La Navidad debe ser de ellos o no será ya que los mayores han perdido impulso emotivo a base de facturas pagadas o no pagadas y del día a día que todo lo consume en una especie de fuego sin control donde pararse a pensar, dar un beso o un abrazo, decirle a alguien voy para allá, son lujos sacrificados en el altar del Dios mercado y en una economía que sólo admite a los triunfadores. Y así nos va.
Eso sí, el lucro y el egoísmo no deben manchar la infancia. Los niños deben caminar con ilusión por esa época de la vida, sonriendo y pensando que la vida es así de hermosa porque siempre ha sido así o, mejor, porque debe ser así ya que el miedo y el dolor son cosas de mayores. Por eso tenemos que esforzarnos en preservar la inocencia de los niños. El futuro, créanme, depende de ello en un mundo donde los valores son triturados y desposeídos de su fuerza en esta Arcadia infeliz que hemos creado no sé sabe muy bien por qué.
Hay algunas cosas que el dinero no puede comprar: la educación, la honestidad, el talento, … Hay otras muchas que sí puede comprar porque tienen un precio. El vil metal adquiere mercancías de ida y vuelta en los mares del tener, mares tenebrosos donde se crean deidades y se corrompen almas. Los niños no deben navegar esos mares. Deben jugar y alegrarnos los días para que nosotros, por un momento, volvamos a ser ellos.
¡Feliz Navidad a todos!