Más fuerte que la muerte
No suelo creer en casualidades sino en causalidades, quizás porque estamos contaminados por ese run run de las ciencias y de las estadísticas donde los versos sueltos son cada vez menos. Las ciencias se imponen como verdad absoluta y como razón última de esas discusiones acaloradas que todos, en alguna medida, solemos tener en el transcurso de nuestras vidas.
Y está bien que sea así porque se suele sentar cátedra con el apoyo de lo empírico, unas veces para intentar humillar al otro, acción propia de gente que conviene mantener lejos, o para reconducir el debate y explorar nuevas ideas, acción esta última acorde con los espíritus que te aportan y a los que debemos tener muy cerca para seguir creyendo en el ser humano.
Pero hay momentos gratos en los que me gusta creer en las casualidades porque son placenteras y te reconcilian con un pasado que no está tan lejos como creíamos al provocar los recuerdos sonrisas eternas y miradas cómplices que, precisamente, te dan el vigor para, de repente, recordarlo todo de forma precisa. Ya saben lo que decía Marcel Proust de su magdalena.
Mi compañero Miguel, profesor de P.T. en el Centro en el que trabajo, acomete este año su último curso antes de la merecida jubilación y es, no lo duden, un ejemplo a seguir. Hace ya dos años descubro que es hermano de José Luis Hernández Rivero. Muchos de los lectores esbozarán una interrogación pero si les digo su apodo o apelativo cariñoso seguro que se hace la luz para la mayoría de ellos. Ese tal José Luis era el gran “Chicha”.
Las palabras y los recuerdos dan golpes y bailan en mi cabeza ante la tesitura de buscar los vocablos que puedan describir la grandeza de este hombre. Las palabras, ahora ya no las amo sino que las odio, se esconden y no vienen a mí porque los recuerdos son tan intensos que se necesitaría otro idioma para intentar hacer ver lo que siento al recordar a Chicha y la certeza de lo bueno que fue cuando lo veo reflejado en la sonrisa de su hermano.
Hablo con Miguel de él, le pido permiso para escribir algo y le digo que si alguna vez fue consciente de lo mucho que La Gomera lo quería . Echo la vista atrás y veo a Chicha llegando a Agulo con una sonrisa tan grande como su alma o tal vez con un alma tan grande que sólo se comunicaba con su sonrisa. Lo recuerdo aquella noche de hace tanto tiempo ya en la que algunos chicos de nuestro pueblo estábamos celebrando el aprobar la Selectividad en La Villa y no teníamos quien nos llevara a Agulo.
Yo tenía 18 años, me acerqué a él y me respondió que esperaría hasta el final de la fiesta aunque sus amigos se habían ido ya. Nos miraba, lo recuerdo perfectamente, mientras bailábamos y reíamos pero no se acercaba, tal vez porque interpretaba de forma inteligente que no era ése su lugar. Ya en el coche, de camino hacia el Norte, yo me senté delante y me dijo que algún día entendería que la juventud es lo único que merece la pena poseerse. Con el tiempo leí que la frase era de Oscar Wilde aunque yo siempre la asocio a este gran hombre.
Y no me culpo por ello, es más, creo que hago lo correcto ya que las ideas son agrandadas por las personas que las transmiten y, con el paso del tiempo, te das cuenta de que muchas de ellas son superadas por algunas almas.
Nunca he visto una adaptación más rápida a la cultura gomera que la de este hombre. Llegó, vio y venció, que diría Julio César, pero es que además convenció porque siempre estaba ahí y era un hombre curioso en extremo. Aprendió el folclore, hizo muchos amigos que lo recuerdan con cariño y, si no era lo suyo, como el fútbol, se remangaba y animaba a los jugadores locales.
Pasaron los años y ya no era Chicha el que vino de Tenerife, era Chicha el gomero, el que iba a los congresos de profesores en Madrid y llevaba almogrote y gofio amasado y, de repente, nos dimos cuenta de lo mucho que lo queríamos.
Hay algunas personas que se van y parece que vuelven o que no se han ido definitivamente. Hay personas que te marcan de por vida, hay personas, en suma, que te aportan cosas que te hacen descubrir caminos.
Hoy miro a su hermano y lo veo a él. Sé que está ahí, en los ojos azules de Miguel, en todo lo bueno que hay en su familia y tengo la certeza de que la genética, cuando es buena, es más fuerte que la muerte.