El mejor pediatra del mundo
No sé si soy justo al decir que yo, lleno de innumerables defectos, siempre he tenido la virtud de ser agradecido. La gente que me quiere me lo recuerda siempre, no sé si porque es verdad o por la dimensión de su aprecio. Me gusta pensar que es por lo primero.
Nunca he soportado a la gente que, siendo ayudada, sigue de largo y es incapaz de articular un gracias o algo que haga ver que el que ayuda es valorado. No me extraña es este mundo donde sólo importa el dinero y el poder, donde los valores y la palabra dada son mirados como un lastre, donde el ser es vapuleado por el tener mientras los encargados de dirigir la sociedad miran para otro lado disfrutando de las dádivas de la corrupción que los envuelve.
Son, sin duda, malos mimbres para un futuro mejor y me siento preocupado, no por el recorrido que me queda en el otoño de mi vida sino por el que le queda a mi hijo, ése que empieza su primavera entre sonrisas, parques, dinosaurios, libros y algún te quiero papá.
Hay personas a las que siempre estaré agradecido. Mi familia, mis amigos, mis profesores de hace mucho, … Esa gente que me tranquilizó y me facilitó algún camino lleno de espinas que yo no sabía sortear y que sorteé gracias a ellos.
Hoy me apetece escribir sobre alguien que me ayudó y que me ayuda.
Es un hombre maduro, alto, bien parecido (según dice mi hermana), con sonrisa de oreja a oreja y mirada cálida, manos hábiles y un corazón que no pierde un ápice de la pasión que desborda cuando ejerce su profesión: el mejor pediatra del mundo.
Fui padre muy tarde y eso, en vez de llenarme de certezas, me llenó de dudas porque hay cosas que no tienen que ver con la edad sino con el proceso por el que has pasado. El primer hijo, dicen, es el que te pone a prueba y los otros se crían solos. Yo no sabía nada y me puse a prueba. Lo haría mal o bien, no lo sé, pero me impliqué al máximo y, menos dar el pecho, hice y hago de todo. Sí, ya sé que no hay mérito en eso pero si yo les contara la cantidad de padres que conozco que no han compartido las tareas con sus parejas. En fin …
Conocí a Antonio Domínguez Coello por una grata casualidad. Todo el mundo le hablaba a la madre de mi hijo sobre este pediatra y de lo bueno y empático que era. El día que me mencionó su nombre me di cuenta de que era el hermano de mi compañera Ana, profesora de Historia. Ahí desaparecieron mis dudas al pensar que, si el hermano tenía el corazón de su hermana, mi hijo estaría en buenas manos. Hace falta experiencia, cierto, para hacer algo pero también hace falta amor para acabar de hacerlo bien. La fría destreza no sirve de nada si no va acompañada de buenos sentimientos.
Todavía recuerdo cuando entré a su consulta y se puso de pie, dándonos la mano y compadeciéndonos entre bromas de que la madre de mi hijo, su hermana y yo fuéramos docentes. En esa profesión, nos dijo, se ve como en ninguna otra el cambio brutal hacia unos valores que no deben ser los valores de una sociedad sana. Y les puedo garantizar que tenía y tiene razón.
Coge a mi hijo de un mes y le hace todo tipo de pruebas mientras nos observa de refilón para darse cuenta de que somos padres novatos. Sin duda se percata de que esas maniobras que hace a nuestro hijo nos provoca cierta inseguridad. Ríe con sus ojos y nos tranquiliza con sus palabras.
Consejos miles, palabras que calman, que dejemos que la naturaleza haga su trabajo, que los bebés son más fuertes de lo que la gente cree, que el niño está sano y que será feliz con los padres que tiene.
Pero hay más. Mucho más. Nos da un número de Whatsapp y un correo electrónico para cualquier tipo de duda o consulta que tengamos en el futuro y que no dudemos en hacer uso de ellos. Reflexiono un segundo y pienso que he tenido mucha suerte, que es el hombre adecuado, que es, a buen seguro, hermano de su hermana, que está todo el día pendiente de su trabajo y que hay gente que ayuda a los demás sin pensar en sus horas de descanso.
Me pregunta si me gusta el fútbol y de qué equipo soy. Dudo. Pero, como siempre, la sinceridad se impone en mí y digo que del Real Madrid. Me abraza y dice que soy un hombre inteligente mientras me hace ver entre risas que si tarda un poco en contestar es porque están jugando los que ejercen la magia blanca.
Él también tiene magia y también va de blanco. Su magia es más poderosa que la de aquéllos que juegan al fútbol aunque no sé si él se da cuenta de ello.
Salimos entre risas y parabienes. Pago a una enfermera muy simpática (Bea) y me quedo atónito. Me parece muy barato para todo lo que ha hecho y dicho. Es un pediatra, EL PEDIATRA, y ahí me doy cuenta de que nunca se hará rico, que hay muchos mierdas que viven mejor que él y que no le llegan a la suela de sus zapatos. Ése es, por desgracia, el país que tenemos.
Ya he perdido la cuenta de las veces que me ha ayudado cuando mi hijo se ha puesto enfermo. Siempre cercano, tranquilizador y con el consejo adecuado: dale esto o dale lo otro, llévalo al Hospitalito pero sin prisas, que te conozco, tráelo a mi consulta, …
Hay gente que va mucho más allá de su obligación porque, quizás, nacieron para ayudar. Hay gente que sonríe con los labios y con el corazón porque, quizás, están henchidos de amor. Hay gente que, estoy seguro, se cruza en tu camino para facilitarte la vida.
Antonio Domínguez Coello, a buen seguro, forma parte de esa gente especial, de esos héroes que no llevan capa pero sí una bata blanca, paladines de una excelencia que ellos apenas ven porque hay cosas que sólo son percibidas por quienes las reciben, rara vez por quienes las dan.