El nepotismo como ejemplo
Siempre he pensado que para hacer algunas cosas hace falta un mínimo de capacitación aunque sólo sea para garantizar, a priori, un resultado a la altura de aquello que se pretendía hacer. El común de los mortales, armado con el sentido común aunque éste sea el menos común de los sentidos, no osaría desafiar tal regla si lo que se tiene entre manos es algo importante o trascendente.
Todos somos neófitos en algo y la práctica puede hacer que mejoremos en muchas cosas pero para muchas otras hace falta que los mejores den un paso al frente y se pongan firmes para ayudar a la sociedad. No veo a un médico dirigiendo un colegio o a un profesor haciendo lo propio en un aeropuerto. El mecánico debe poner a punto un coche y el cirujano, por ejemplo, un corazón y siendo importantes los dos nunca se deber permitir que intercambien responsabilidades por el bien de todos. Evidente, ¿no?
Pues hay un campo que parece que escapa a esta lógica abrumadora. Los encargados de llevar la res publica, también llamados políticos, parece que valen igual para un roto que para un descosido, que diría un castizo.
Me asombra su capacidad para saber de todo y adaptarse a todo, hijos de Leonardo da Vinci en esa indefinición profesional que les permite, como al gran genio italiano, sentar cátedra en temas diversos y variopintos aunque, y aquí está lo grave, disten mucho de saber del asunto en cuestión. Ha habido casos muy notorios en los que un ministro o ministra cambiaba de cartera a una velocidad endiablada asumiendo una pirueta que tendría difícil explicación si, precisamente, no se produjera en el ámbito de la política.
Pero ahí no acaba todo. Lo más grave es que, además, se rodean de gente que está ahí no precisamente por su capacitación profesional demostrada mediante una oposición( funcionario de carrera) o por su valía en la gestión en la empresa privada. Ojalá fuera así pero no es así. Se nutren de individuos que les han ayudado a trepar en el partido o con los que comparten parentesco, esto es, hijos, padres, novias, esposos y un largo etcétera de vividores cuyo único mérito es tener muy cerca al aclamado cargo electo.
El caso más reciente, aunque a buen seguro no será el último, es el de la alcaldesa de Móstoles. Esta buena mujer, es un decir, coloca a dedo a alguien para llevarle no sé qué cosas de redes sociales. ¿El sueldo? Unos 55.000 Euros brutos al año. ¿Su mérito? Ser su hermana. Pero no sólo eso.
Resulta que la ínclita asciende a su tío de auxiliar administrativo a director de Deportes con un aumento de sueldo de 1.600 Euros más al mes. Ahí es nada o, como me gusta decir entre amigos, tócate los cojones. Se descubre el pastel y tiene que dar marcha atrás no porque sea consciente del bicho que es sino porque la han pillado. Hay que salir de ésta dado que se han enfadado sus votantes, cuestión baladí para ella, o se pueden enfadar los que hacen las listas, enfado este último que puede privarla de esos pequeños privilegios que da el bastón de mando unido a una cara de titanio reforzado.
Pero lo que realmente daña a la sociedad es el mal ejemplo y la huida hacia adelante del aquí todo vale y tonto el último. Eso sí que es perjudicial y no las conjuras de una alcaldesa con ínfulas de poder.
Soy profesor y el curso acaba de comenzar. Les hablo a mis alumnos de la importancia de una formación y del sacrificio para poder optar a algo y cumplir sus sueños. Les digo que el estudiar les abrirá puertas porque creo firmemente en ello y tengo la certeza de que hago lo correcto. Acaba la clase, pienso en ciertos gestores y creo que se me pone cara de tonto. No importa. Recibo a otros alumnos y les digo lo mismo porque puede más mi deseo de dar esperanza a los jóvenes que ciertas estructuras podridas que quizás ellos logren extirpar.