El pasado siempre está ahí
Siempre me gustó la historia. La disfrutaba en las clases de E.G.B. , en el terruño, en Agulo. Más tarde, un poco más lejos, en la ventosa y luminosa Villa, no cesó mi interés por lo que fue, quizás porque puede explicar lo que es. Gracias a buenos maestros pude entender que muchas cosas pasan porque sucedió algo hace mucho, una raíz que había que estudiar si queríamos apreciar el sabor exacto del fruto. Lo que está enterrado no lo está tanto como pensamos.
Pero no solamente en la vida académica. Durante algunos años, dos veces a la semana, ayudaba a mi padre y a mi tío Berto a recoger la basura del pueblo. No era agradable pero era necesario e, incluso, había momentos mágicos, como aquél en el que Berto llevó el camión a Sardina o aquél en el que vi una serie de libros que salieron no recuerdo de qué casa con la intención de ser destruidos y que yo, no sé muy bien por qué, me llevé con permiso de mi padre. Los leí con pasión mientras él mi miraba viendo que su sueño de que yo fuera médico se diluía dándose cuenta de que sólo me interesaba leer y el fútbol. Algunos años después me lo recordaba cuando le contaba que algunos de mis alumnos eran bastante golfos, sabedor de que estaba pagando el no seguir su consejo y coger la tiza en lugar de la bata blanca.
Llego a Agulo, después de mucho tiempo sin pisar este bendito pueblo, lugar donde todo empezó hace mucho y donde deseo que todo acabe, tranquilo y sereno, sin dramas, con la satisfacción, espero que sea así, de ver que mi hijo ya es adulto y de que no me necesita.
Hablo con mi querido Moisés Cabello nada más llegar y le pregunto con sorna si está todo preparado y con qué equipo contamos para la mañana siguiente. Tenemos algo pendiente, un pateo hacia otra época, algo que mi hermana hizo no hace mucho y que mi padre también hizo, mucho más atrás, cuando era adolescente. Mi tío Berto me contaba, hace poco, cosas que yo no sabía, que mi padre, ahora lo sé, eludía, historias de otro tiempo, de otra época llena de injusticias, de señores montados en caballos, de idas y venidas de Norte a Sur y de Sur a Norte, del verde de las plataneras de Agulo y del amarillo apagado de campos de cereales allá en Seima, donde todo empezó y donde ya no queda casi nada.
Es viernes noche y Moisés, delante de unas cervezas, me explica la ruta a seguir y los miembros del equipo. No contamos, por diferentes motivos, con Jorge, Rafael, Francis y Kiko Macho pero mi primo Mon Mendoza ya está recuperado de su operación y es de la partida. Me emociona el saber que otro Mendoza va a caminar conmigo, a mi lado o, mejor, soy yo quien caminará a su lado, sabedores de que pisada tras pisada nos conoceremos un poco más al descubrir por primera vez en nuestras vidas dónde nació y se crio nuestro abuelo Ramón.
Poco después, ya acostado, suena el teléfono. Es mi primo Mon y temo que ya no le apetezca ir, con lo que ya nada será igual. En un gesto de elegancia me pregunta si me importa que vaya su amigo Héctor y le respondo que para nada, que me fío de su criterio para elegir a la gente y, además, conozco un poco a ese chico, compartimos profesión y tuve una buena impresión de él al conocerlo hace algunos meses. Al día siguiente esa impresión se convertirá en certeza.
Me levanto temprano, casi sin darme cuenta, como lo hace la gente que empieza a envejecer y que duerme cada vez peor. De hecho, he dormido mal, quizás porque espero algo especial, único, un viaje a pie bajando hacia algo que existió y que me creó, hacia algo que quería ver hace mucho, trecho lleno de nostalgia con la voz de mi tío Berto en mi cabeza y la mirada de mi padre en mi corazón.
Salimos de Agulo Moisés, Mon Mendoza, Héctor, nuestro inseparable Carlitos Segredo y un servidor. Me gusta el equipo, sonrisas por doquier y bromas al empezar, instantes de felicidad que intento realzar diciéndome que esto es lo que me hace feliz: mi Agulo, mi Gomera y la gente que quiero. Moisés me mira, nota algo en mi mirada y me pregunta si ya estoy confeccionando lo que será negro sobre blanco dentro de poco. Mi respuesta es una sonrisa de afirmación. Él me conoce cada vez mejor y eso me gusta.
Bajamos desde Jerduñe y hace bastante viento. Es algo incómodo y nuestro guía Moisés nos comenta que no es normal pero que campo a través y “palante”.
Nos agrupamos un poco para protegernos y seguimos disfrutando de lo que vemos, de lo que pisamos, de lo que olemos, de ese néctar de mi isla, de ese guarapo de sentimientos que no sé definir y que, lo he descubierto en mi madurez, me conforma. Le digo a Mon que vigile a Héctor, que quizás no está acostumbrado a estos esfuerzos. Me dice que él va al gimnasio, que está en buena condición física. Me tranquiliza, nos paramos, lo comentamos y Carlitos dice que “estamos todos como caballos.” Reímos felices y, después, siento que no quiero que el tiempo corra, que todo se pare para degustarlo mejor, que hay momentos que recordaré cuando me apague y que muchos de ellos tienen las líneas de esta bendita tierra.
Un poste de teléfono aparece a la derecha, en un precipicio, viejo y destartalado, arrasado por el tiempo y por el olvido.
Recuerdo lo que me dijo Alcibiades, que el primer teléfono de la isla estuvo en Seima, prueba de su vigor social y económico. Pienso en esas comunicaciones por líneas antiguas, en esas llamadas a un médico, o para concretar un negocio, o para saber de alguien o, incluso, para iniciar los primeros pasos del amor.
Seguimos adelante, bajando, y el camino es bastante bueno, fácil y bien señalizado. Subir Los Pasos en Agulo es mucho más duro, no sé si por el desnivel o porque allá, entre la Zula, Abrante y La Caperuza, suelo caminar solo y aquí estoy acompañado.
Hacemos un desvío a la derecha y aparece una casa encajada en la montaña, vieja pero fuerte de estructura, sólida aunque ya hace tiempo que nadie vive allí. Entramos e investigamos. Una pila de lavar, muebles de otra época, enseres por doquier y una sorpresa que no esperaba. Moisés me señala una mesa y sobre ella veo un libro, dejado por turistas que pasaron algunas horas aquí. Es un libro en francés, L’amant, de Marguerite Duras, libro que leí hace tiempo, siendo joven. Todos me miran expectantes y aprecian en mí que las casualidades siempre están ahí y que quién le iba a decir a este profesor de francés que encontraría algo escrito en la lengua de Molière, dejado en las entrañas de La Gomera, en mi viaje hacia mi pasado. Me dicen que me lo lleve pero algo me dice que no puedo, que ya lo he leído, que seguro que nadie lo echará de menos pero que aquí está bien ubicado y que, quizás, algún francófono pase algún día, vea el libro y se lo lleve porque no lo ha leído.
Bajamos y bajamos. Aparecen ovejas por doquier, en numerosos rebaños, salvajes, según me apunta Moisés. Nos miran y se van asustadas ante estos extraños de dos patas que vienen a perturbar su tranquilidad, mezcla de brisa y de hierba, de tierras amarillas y verdes desgastadas por la vida y por el olvido.
Y llegamos ante lo que estábamos esperando. Moisés se para, se gira y noto que nos mira a Mon y a mí mientras nos dice que ahí es, que ya hemos llegado. Mi corazón va más rápido y entiendo por qué. Carlitos, que se va quejando de hambre desde hace poco, propone comer y después visitar. Así lo hacemos.
Entramos en la casa más grande del caserío, dos plantas que indican su importancia, una solidez que la diferencia de las otras, una estructura que a buen seguro marcaba las diferencias sociales. Comemos felices y tranquilos, en corro para poder mirarnos y compartir todo. Y, como siempre, Mon ha traído de todo, mucho más de lo necesario, haciendo gala de su generosidad. Y mi mente viaja al pasado, cuando era estudiante en La Laguna y, como todos los estudiantes, no tenía un duro y Mon Mendoza (junto con Francis el de Marina) me invitaba en las verbenas mientras yo daba las gracias y agachaba la cabeza, avergonzado. Y llegan las palabras recordadas: ya invitarás tú cuando trabajes. Nunca lo olvidé y siempre lo tuve en cuenta, sabedor de que el ser agradecido es un valor supremo. Mon ha cambiado físicamente, como lo hemos hecho todos, pero sigue dando sin esperar nada a cambio.
Visitamos esa casa, la casa, la estructura de la que todo el mundo me hablaba. Vemos cosas sorprendentes, hitos de un tiempo que se fue, de una modernidad que ya no es pero que lo era cuando todavía había gente que respiraba entre estos muros. Y recuerdo a mi querido Kiko Macho que me decía que estuviera atento a todo, que iba a ver lo que no suponía e incluso algo dibujado en una pared con los hilos de mi pasión: las palabras. Y, de repente, lo veo. En una pared blanca, muy difuminado, se ve un texto que nos cuesta leer. Todos nos acercamos e intentamos ayudar a descifrar este mensaje hecho hace mucho para los que iban a venir después. Es sobre la fiesta de San Juan Bautista o algo así, en una época lejana en la que casi nadie sabía leer y escribir. También eso da prueba de que esa morada era habitada por gente pudiente.
Saco fotos sin parar, desde dentro y desde fuera. Hago un alto y pienso que me estoy equivocando, que no hace falta tantas fotos, que es mejor marcar con los ojos y con el corazón, disfrutar del momento, de la compañía, de lo real, de lo que está delante de mí y que no necesariamente tiene que pasar por la lente fría de la cámara de fotos de un móvil.
Moisés dice que es hora de seguir. Y tiene razón. Seguimos bajando mientras algunos turistas hacen el camino contrario, sabedores de las riquezas paisajísticas de nuestra isla, disfrutando de algo que, me temo, conocen mejor que yo. Hablamos de lo que vemos, de Agulo, de temas que amamos o de cosas que habría que mejorar. Todos aportamos lo mismo porque creemos en lo mismo: el sentido común. Eso que, dejando intereses partidistas, debe presidir la toma de decisiones y que en nuestra isla, frecuentemente, es denostado para mayor gloria del interés de unos pocos y de la división de casi todos.
Llegamos a las playas de Santiago y las cruzamos mientras ese sol que nos acompaña en la segunda parte del trayecto es ahora más fuerte y nos obliga a despojarnos de ropa. La luz es intensa, como la amistad entre nosotros.
Suena mi móvil. Video llamada de Kiko Macho para preguntarnos cómo ha ido la caminata. Es una pena que no haya venido, gran conversador como es él. No sé qué decirle porque me cuesta definir lo que he vivido. Las palabras se vuelven mudas pero sé que he disfrutado y que he aprendido, que he ido hacia atrás pero también he crecido hacia adelante, que mi abuelo Ramón quizás sonría desde el cielo y que tengo ganas de abrazar a mi primo Mon.
Almorzamos en La Chalana, sitio muy recomendable en todos los sentidos. Reponemos fuerzas mientras recordamos esos pasos que acabamos de hacer y que ya forman parte del pasado.
Acto final. Volvemos a Agulo. Moisés conduce su coche y yo apenas hablo, convencido de que he hecho algo que quería hacer, de intentar conocerme un poco más, de que el pasado siempre está ahí, para bien o para mal, que el futuro me espera caminando a menudo por nuestra isla, que al acercarme al final de mi existencia me conozco mejor y que, para qué engañarnos, hace falta cumplir años para darse cuenta de muchas cosas. Y Moisés, mientras cambia de marchas, nos explica el próximo pateo cuando yo regrese a la isla.
Quiero romper el silencio y dar las gracias a mis amigos. No hace falta. Hay cosas que salen de forma natural, reflejo de la amistad, del compañerismo, de la complicidad, de todo eso que siento muy fuerte de La Villa a Vallehermoso, de Santiago a Valle Gran Rey, del Cedro a cualquier punto de la costa gomera y que tiene su cénit en mi querido pueblo de Agulo.
P.D. Este artículo está dedicado a Moisés Cabello, Carlitos Segredo, Héctor y a mi primo Mon Mendoza.