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martes, 24 de diciembre de 2024 00:00h.

El pueblo más bonito de España

OSCAR MENDOZA OPINIÓN
“Vuelvo hacia atrás. Llega la noche y pienso en todo lo que fue y ya no es, en todo lo que estuvo y ya no está, en todo eso que nos ayudó a ser nosotros mismos.
Todo ello no cuenta para elegir el pueblo más bonito de España pero sí que cuenta para la gente que lo pobló no hace mucho, ésos que supimos de su belleza antes que nadie, ésos que nos peleábamos y nos abrazábamos al día siguiente, ésos que, ya mayores, no olvidamos el terruño. Seguro que le hubiesen dado ese título a Agulo mucho antes si nos hubiesen escuchado.”

Hay noticias que vienen a confirmar lo que ya se intuía. Hay decisiones que abundan en lo ya sabido. Hay caminos que llevan al mismo sitio. Hay, en suma, una novedad que viene a reforzar lo pasado, un soplo de aire nuevo que da forma a las líneas de lo pretérito.

Agulo, rinconcito de jardín tropical, ha sido elegido por un periódico británico como el pueblo más bonito de España. Es una elección subjetiva, claro está, pero hecha con una base de apoyo sin la que no se puede tomar una decisión, algo constatado por muchos y apreciado por bastantes más.
Yo, lejos por obligación y cercano por corazón, he sido felicitado estos días, agulense de pro, gomero en mi esencia aunque desconozca muchas cosas de la tierra que me vio nacer. Y quizás sea mejor así, otorgándome la lejanía una condición para ver lo bueno y también para ver lo malo.

Esa estructura entre riscos y mar, ese círculo perfecto, esa trilogía de barrios, ese no sé qué cuando caminas por sus calles, todo eso y más ha convencido a foráneos de los placeres de nuestro terruño, alimentando una fama antes perfilada y ahora más definida. Echo la vista atrás, desde el ayer más cercano hasta el pasado más lejano, e intento caminar con mi mente por el bombón de la Gomera. 

He dejado el coche aparcado en los eucaliptos y empiezo a andar. Una brisa fría me envuelve y sé que estoy en mi pueblo, el lugar donde nací y donde espero morir, si la vida no me regatea. Cruzo la avenida mientras un grupo de jóvenes me saludan con la mano desde lejos. Llego al bar de Margot, me siento y tomo un cortado mientras miro al risco de la Zula y me pregunto si fue allí donde pasó algo trágico hace mucho, algo malo que venía a la mente de mi madre antes de que su materia gris se convirtiera en algo casi negro. Pregunto a Margot por Francis, me dice que está bien y sigo mi camino. Paso al lado de  lo que era antes el bar de Augusto, morones y parra, mañanas frías de hombres cansados que debían empezar el trabajo. Sigo adelante y, antes de cruzar a la derecha, miro hacia arriba y veo la farmacia de José Luis, el farmacéutico de enorme corazón y de educación perfecta. Y un poco más arriba la casa de Aixa que fue tienda después de casa y en la que comprábamos la ropa de las fiestas y la de las ocasiones especiales, invocando el conjuro del fiado, del de mi madre que apunte.

El colegio está a mi derecha y, justo en frente, vive mi primo Mon, ése que, junto con Francis, me invitaba en las verbenas, hace mucho, cuando era estudiante y no tenía un duro. Los grupos escolares siguen ahí, soportando el paso del tiempo y el de generaciones, guardando secretos de aprendizajes imposibles, algún amor inconfesable y amistades consolidadas. Ahí me hablaron Don Pepe, Don Juan Ramón, Don Pablo, Dña Lilia (madre de mi amigo Juanito Lilia), …
Un poco más adelante está el bar de Tomasín, cervezas después del fútbol, reunión de jóvenes hace mucho, una mesa de billar y sonrisas por doquier. Salen Kiko Macho, Moisés, Carlitos, Rafael y Jorge. Me saludan y les arranco la promesa de vernos esta noche.

Un poco más abajo está el médico, ese consultorio para todo, ese bálsamo para mi madre en mis crisis de asma de pequeño, ese punto de encuentro mientras Chuchi sale y pregunta por los que van a repetir. Y un poco más abajo está el campo, mi espacio de sueños infantiles, mi segunda casa  en toda mi infancia, ese teatro donde se representaban partidos de fútbol interpretados por los mejores futbolistas de La Gomera: los de Agulo.

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Calle Principal de Agulo

Vuelvo hacia atrás y camino por la calle principal. Avanzo un poco más y miro hacia arriba, hacia la casa donde me quedaré esta noche, hacia un letrero que pone “Peluquería Nancy” y donde vive mi hermana, buena y bondadosa, luchadora y una de las candidatas a mejor madre del mundo.

Sigo, acelero el paso y llego hasta la plaza. Bailes y fiestas, ventorrillos y procesiones, hogueras saltadas ante el asombro de los foráneos, misas y rezos, Ramón Rodríguez de sacristán y yo de monaguillo, pasado que nunca muere.
Subo y, a la izquierda, está el restaurante de Miguelina y Francisco. Me tomo una cerveza y hablamos sobre caminar y sobre naturaleza, sobre rutas complicadas y sobre el placer de estar solo a veces. Francisco es una referencia en los senderos de nuestra isla.

Salgo y saludo a Teresina, tía de mi querido Leoncio Bento, gomero universal y medalla de oro al mérito de querer mucho a su pueblo y a sus gentes. Subo un poco más y paso por la calle de las tiendas, de las ventitas, de esas estructuras que mataron tanta hambre: Ángel, con sus tenis que ibas a buscar a la parte de atrás, Alonso con sus polos de clipper de fresa, Manolo Henríquez, ése que me despachaba cuando hacía los mandados y que siempre me atendía con educación. Hablo con su hijo Pedro y, como siempre, me pregunta por nuestro primo Jose Carlos mientras hace una broma sobre fútbol o sobre ideología, sabiendo que ni él ni yo discutimos por esas cosas.

Un poco más adelante puedo contemplar El Charco, desde arriba, percibiendo que ahí fui muchas veces feliz, que fue mi patria chica, que echo de menos las andanzas con Rafael Rodríguez, Ramón Rodríguez, Alexis Serafín, Andrés Chinea, ... y que quizás eramos tontos al querer hacernos mayores rápidamente.
Bajo un poco y veo la figura sentada de una de las mujeres más importantes en la historia de Agulo: Carmen Fagundo, tía abuela mía. Y, sí, también creo percibir a su hermana a su lado, mi abuela María, hablando por turnos mientras se miran como dos hermanas que se quieren. Cierro los ojos y las veo perfectamente y, al abrirlos, ya no las veo en ese banquito aunque siempre las veré perfectamente en mi corazón.

Llego a La Tosca. Escucho voces de gente mayor, sentada, fumando y charlando, arreglando el mundo o criticando algo que, todos están de acuerdo, no es bueno. Paso y tengo ganas de decir buenas tardes y de percibir una respuesta de gente que no puede darla.
Subo hacia la izquierda. Allá arriba está El Pedregal Mata, cambiado y nuevo, renovado, ocultando lo que ya no está. Cierro los ojos de nuevo y veo esa piedra que era un caballo que corría veloz porque la imaginación puede más que lo sólido, esos partidillos de fútbol, esos mayores que pasaban con miradas reprobatorias, esos juegos de la piola, la monta la chica, el teje, las bolas, …Todo eso se ha ido y se olvidará como lágrimas en la lluvia cuando hayamos muerto.

Vuelvo atrás y sigue bajando. La tienda de Mon Cabello estaba a la izquierda, hombre bueno, conversador y padre sin igual.
Un poco más abajo aparece la figura de Norberto García, con su boina y su sonrisa picarona, en su ventana y con el saludo que todavía creo escuchar: Óscar, ¿cómo están tus padres? Y miro arriba y veo la casa donde todo empezó, donde viví con gente a la que amé y que creo que me amó, donde todo empezaba temprano, con un desayuno de gofio y leche y donde todo acababa con una cena de potaje de berros. Allí, en ese lugar donde nací, no estaría mal morir cuando mi hijo ya no me necesite.

El paseo ya ha acabado. No. Reflexiono y sí, tengo que ir. Voy al cementerio donde residen los vivos ausentes porque nadie muere mientras que no sea olvidado. Allí recorro caminos estrechos, veo lápidas de gente que conocí y que ya no está, de gente a la que aprecié y con los que me reuniré algún día.

Vuelvo hacia atrás. Llega la noche y pienso en todo lo que fue y ya no es, en todo lo que estuvo y ya no está, en todo eso que nos ayudó a ser nosotros mismos.
Todo ello no cuenta para elegir el pueblo más bonito de España pero sí que cuenta para la gente que lo pobló no hace mucho, ésos que supimos de su belleza antes que nadie, ésos que nos peleábamos y nos abrazábamos al día siguiente, ésos que, ya mayores, no olvidamos el terruño. Seguro que  le hubiesen dado ese título a Agulo mucho antes si nos hubiesen escuchado.