La que ya no está y nos espera.

Ha pasado poco tiempo o, quizás, un vida, la de mi madre, y ahora me siento a escribir al comprobar que algo me dice que lo haga, algo que no está en mí sino que inunda las situaciones que vivo y que me recuerda con claridad que el mayor amor que sentí hasta la llegada de mi hijo ya no está, se ha ido a un sitio mejor en el que, quiero pensar, ya no hay dolor y donde me espera para fundirnos en la vida eterna.
Echo la vista atrás y la recuerdo haciendo el mojo en su mortera en el Cabezo de los Perros, al lado de Carmen Perdomo que la orienta y la aconseja, en ese trozo del Charco donde crecí y donde, si la vida no me regatea, espero morir cuando mi hijo ya no me necesite. Ese mojo, bueno como ninguno, le hacía sonreír cuando alguien se lo alababa, complemento perfecto del gofio que acompaña a ese caldo de pescado exquisito, no por los ingredientes sino por el amor que ponía al hacerlo.

Momento actual. Francis el de Toño Henríquez me da el pésame con palabras muy cariñosas y me recuerda que mi madre los acogía en su casa, a él y a su hermano José David, como si fueran de la familia. Agradezco sus palabras y recuerdo que ese caldo de pescado alimentaba y unía, nos nutría y nos alegraba, ejemplo maravilloso de unos valores que ya no están o que, en todo caso, me cuesta encontrar. Sí, echo de menos esos años y, al hacerlo, estoy seguro de que hemos retrocedido en valores.
Vuelvo al pasado y la veo al borde mi cama, yo niño, con problemas graves de asma, pendiente de mi respiración a las 3 de la mañana, la mirada preocupada mientras mi padre va a buscar a Teresita la de Perico para que me pinche no sé qué, medicina milagrosa que hace que respire y que vuelva a dormir.
Momento actual. Ésa que me pinchaba hace mucho ahora es un referente de la música popular canaria, miembro de una familia llena de talento y de una mala suerte que no merecía. Sí, no hay peor tirano que la vida misma, que diría Miguel Delibes. Teresita me da el pésame y me da las gracias por el artículo que escribí hace unos años sobre su hermano, ejemplo palmario del talento y de la bondad que habitaba en todos ellos.
Vuelvo al pasado. Unos años después es Manolito, padre de mi amigo Alexis Serafín, quien toca en nuestra puerta a las 3 de la mañana para que mi padre lleve a uno de sus hijos al médico, también aquejado de asma.¿Se dan cuenta? Quid pro quo, que dice el clásico. Había reciprocidad en la ayuda. Esos toques en la puertas a altas horas de la madrugada reforzaban la unión y la certeza de que nunca se estaba solo. Se ayudaba mientras se hacía “una gota de café” para vencer al sueño y al cansancio.
Momento actual. Ramón Rodríguez me recuerda todo eso mientras velamos a mi madre. Él, amigo en los juegos y cicerone en los estudios, me habla y me calma. Recordamos los momentos del pasado cuando mi madre me ponía a él de ejemplo al ser algo mayor que yo, o a los hijos de Efigenia, todos ellos, gente buena y noble, sencilla y esforzada. Mi padre apoyaba lo dicho por mi madre al articular la frase definitiva: “Ramoncito y los de Efigenia son nombrados en todo el pueblo”. Y en ellos me miré y con ellos aprendí, sabedor de estar imitando comportamientos que, años después, intento que me definan.
Entierro a mi madre mientras bastante gente me repite que mis hermanas y yo podemos estar orgullosos porque cuidamos de Mamá como una reina hasta el último día. Jose Andrés Medina, director de este periódico, me mira mientras recibo esas muestras de cariño que hacen que mi mirada se vuelva acuosa. Se acerca un poco más, me pone la mano en el hombro y me dice que me lo crea, que hemos sido buenos hijos y que lo que dice la gente es la pura verdad. Doy las gracias y le respondo que hemos cumplido con nuestra obligación o, mejor, que le dimos un poco del amor con el que nos bañaba ella en nuestra infancia, entre risas y reprimendas, en un tiempo que ya no volverá.
Vuelvo al pasado. Acabo de terminar mis estudios universitarios y llamo por teléfono a Agulo. Mi padre me felicita y me dice simplemente que he cumplido con mi obligación. Me pasa a mi madre y ella, que me decía frecuentemente que sólo sabía escribir y las cuatro reglas, llora de emoción como solamente las madres orgullosas saben llorar, quizás pensando que la formación me dará mas oportunidades laborales o recordando todos los sacrificios que ha hecho por mí. Ese gofio y leche servido en un “cazorrao” a las 6 de la mañana, energía para coger la guagua del sacrificio e ir a formarme un poco lejos, una hora para ir y otra para venir, por una carretera tortuosa que nos endurecía el estómago y, ahora lo sé, la personalidad al afrontar nuestra obligación. Ese potaje exquisito, talento heredado por mi hermana Nancy, que me esperaba al volver a Agulo, justo antes de hacer la recogida de basura del pueblo con mi padre o de ponerme a estudiar, las menos veces, o a leer, las más.
Momento actual. Sigo en el velatorio con mis hermanas Pili y Nancy, mis sobrinos, primos y tíos, además de mucha gente que viene y que va, no sin antes decirnos que no estamos solos. Y no lo estamos. Se lo comento a mi querido Juanito Lilia y me recuerda que Nancy ha sembrado mucho en el pueblo y que ahora está recogiendo lo que merece. Y así es. Nunca nos sentimos solos, desde la alcaldesa que nos acompañó en el hospital a las 5 y media de la mañana cuando se enteró de la muerte de mi madre hasta un señor, amigo de mi hermana Nancy, que vino desde Chipude a estar un momento con nosotros. Abarco la situación con mi mirada y me doy cuenta de que sólo veo gente buena preguntándonos si necesitamos algo. Merceditas Raya, Yoya la de Ibrahim, Carmita la de Periquín, Mari la Chama, María José Belda, Isabel Teresa, … y tanto otra gente de la que me olvido y que, en su generosidad, sabrán disculparme. Incluso Marisa la de Tomasín nos regala comida para toda la gente que acude.
Vuelvo al pasado. Y llega el dolor vestido de una terrible enfermedad que hace que mi madre ya no sea esa fuerza a la que admiré y amé sino algo que se va poco a poco, sin esperanza, en un giro cruel del destino, haciendo que el olvido le gane al amor que le dimos hasta el último día y que nada puede contra el destino o la fatalidad. Me costó muchas lágrimas darme cuenta de eso. No importa. Había que estar y mis hermanas y yo creo que estuvimos a su lado hasta que la vida se le escapó, alimentándola y acompañándola mientras nos miraba con esa mirada de los últimos años que parecía decir que no entendía nada.
Los años pasan y ella se consume, mental y físicamente, mientras la impotencia ya forma parte de nosotros y aceptamos lo que va a pasar. La acompañamos y la amamos, sabedores de que nada se podía hacer pero con la certeza de que nunca la dejaríamos sola.
Ella se ha ido en un viaje que empezó hace mucho, viaje con el equipaje del olvido y de la injusticia, en un medio de transporte lento que yo no quisiera para mí.
Mi madre, la que me dio la vida, la que me amó como solo mi hijo me amará cuando sea mayor, ésa que nunca ahorró besos y abrazos a sus hijos, Isidora para el pueblo de Agulo, ésa, estoy convencido, ocupa su sitio en el cielo mientras comenta a los que están ahora a su lado que nunca le podrán arrebatar la certeza de que nos amó como sólo la mejor madre del mundo podía hacerlo.
Isidora Segredo Fagundo, una madre, nuestra madre, mi madre, la que nos espera a mis hermanas y a mí cuando nuestros hijos ya no nos necesiten, la que nos dirá cuando llegue el momento que ocupemos un lugar a su lado, en ese estado pleno y feliz donde volveremos a ser una familia otra vez.
Agradecimientos.
Querría agradecer a las siguientes personas su ayuda en estos duros años de la enfermedad de mi madre.
A los trabajadores del hospital de La Gomera por ser muy profesionales y humanos en el trato hacia mi madre. Un agradecimiento muy especial a la Doctora Samar (Jefa de Paliativos) por ser tan cercana y por ir más allá de su obligación.
A la residencia de mayores de Hermigua por cuidar de mi madre y, sobre todo, a sus directoras Noelia y Rebeca por estar pendientes de alguien que necesitaba mucha ayuda.
A mi primo Emilio Morales por ayudarnos tanto en temas médicos
y aconsejarnos desde el corazón.
A Francisco Medina, Reyes Medina y Mercedes (madre de Judian), todos ellos trabajadores del hospital e hijos del pueblo de Agulo, por preocuparse de mi madre e informar a mi hermana Nancy.
A mis amigos Alexis Serafín, Ramón Rodríguez, Moisés y Rafa Cabello, Carlitos Segredo, Francis, … por recordarme durante los últimos tres meses que no estaba solo.
A toda la gente de la que me estoy olvidando y que nos ha ayudado.