San Marcos, capital de Agulo

“El olor a sabina, esa madera propicia al fuego para derramar el olor que ahora huelo perfectamente mientras el sonido del teclado estropea ese clima que me envuelve, esas llamas a lo largo de la calle al lado de la iglesia que eran más poderosas que mil bombillas al iluminar las miradas y el alma, ese Angelito, antes, preparado para iniciar el ritual, ese Jorge, ahora, amigo mío, que tomó el relevo, dando consejos a los jóvenes, guiando para que todo vaya bien, haciendo ver a los otros que no hay prisa y que, sobre todo, disfruten de lo que tardará un año en volver.”

Todos tenemos un pasado. Y, a veces, nos conmovemos por lo que tuvimos al no tenerlo ya, en estos días tristes y de dolor, en este presente que ojalá fuese pasado conocido e, incluso, futuro incierto por conocer.

Esta pandemia hace que se multipliquen los viajes en el tiempo con la mente. Yo, amante de la Historia, disfruto mucho de las fotografías añejas de mi querido Pedro de Agulo cuando, generoso como es él, me enseña estampas estropeadas por la decadencia del papel y llenas de algo que no sé lo que es pero que siempre me deja sin palabras. Hay cosas que, al contemplarlas, tienen el silencio como mejor respuesta.

Agulo, rinconcito de jardín tropical, que diría el gran Miguelito, es un pueblo pequeño pero ancho en muchas cosas, resultón por especial y tranquilo al conseguir enramar el disfrute de sus paisajes con ese silencio húmedo lleno de tantas cosas. Sí, el silencio, el sonido del silencio, que dirían Simon and Garfunkel, eso que apreciamos con más intensidad a medida que nos hacemos mayores. El ruido, en muchas tonalidades, adquiera su fuerza en los años mozos, como pecado de juventud que tiene que ser vivido y, después, dejado atrás.

Agulo, decía, es así de tranquilo pero también tenía sus fiestas: San Marcos, Las Mercedes, los Piques, .. La más especial, Los Piques, se perdió por no saber conservar lo bueno y por una concepción estúpida de la política, hecho que le ha hecho mucho daño a nuestro paraíso.

La fiesta de San Marcos, antes, hace mucho o no hace tanto, ahora no pero seguro que pronto sí, está grabada a fuego en todos los que, oriundos o no, amamos ese pequeño trozo del norte de La Gomera. Yo, primero religioso por obligación y después agnóstico por convicción, agradecía a la Iglesia el darnos una excusa para hacer algo tan especial, para vivir lo no habitual, droga exquisita que a todos nos puede al ser lo novedoso un regate a lo monónoto de la vida.

Es complicado hablar sobre esa fiesta, esa celebración a finales de abril, ese regocijo compartido por jóvenes y mayores. La pasión nubla mi mente y me cuesta describir, siendo las palabras torpes cuando más las necesitas. Quizás por ello pido ayuda al gran Alexis Serafín y al gran Ramón Rodríguez, apuntadores del pasado y cuya memoria es mucho más poderosa que la mía.

Lo intento. El olor a sabina, esa madera propicia al fuego para derramar el olor que ahora huelo perfectamente mientras el sonido del teclado estropea ese clima que me envuelve, esas llamas a lo largo de la calle al lado de la iglesia que eran más poderosas que mil bombillas al iluminar las miradas y el alma, ese Angelito, antes, preparado para iniciar el ritual, ese Jorge, ahora, amigo mío o, mejor, yo amigo de él, que tomó el relevo, dando consejos a los jóvenes, guiando para que todo vaya bien, haciendo ver a los otros que no hay prisa y que, sobre todo, disfruten de lo que tardará un año en volver. Y ese grito, fuegoooooo, fuegoooooo, poderoso como ninguno, fuego purificador no destruyendo nada sino creando una atmósfera que, ahora, muchos años después me parece que todavía está ahí.

Y, mientras se salta, el Santo nos mira, nos señala que somos sus hijos mientras las campanas suenan, fuertes como sólo suenan las de Agulo, guiadas por una mano diestra, quizás las de mi tío Juan El Villlero, quizás las del gran Pepe Belda, quizás las de uno de los hijos de Efigenia, ésos que hicieron tanto por unir al pueblo.

La gente mira y sonríe, pero no con los labios sino con la mirada, estupefactos ante el espectáculo de fuego, humo, campanas y luz. Es más, algunos chicos de Agulos invitan a saltar a gente de fuera, explicándoles que no tengan miedo y que nunca le soltarán la mano, acción de protección para que el disfrute sea compartido por aquéllos que nos visitan y que, a buen seguro, volverán a hacerlo. Sí, hay gente noble en Agulo, que da la mano no sólo para ayudar a saltar una hoguera ya casi consumida en un día de fiesta sino también para estar ahí cuando alguien lo está pasando mal. En mi pueblo, desde siempre, las puertas de las casas siempre estuvieron entreabiertas.

Y después, como me comenta Alexis, la verbena, previo paso por la ducha. Esa música de los BAJIP, esos ventorrillos de pencas y olor a carne de cochino, ese Sebastián ( padre de Chani) y ese Berto Mendoza (tío mío) controlando la entrada mientras los más jóvenes intentaban colarse, esos bailes con las chicas guapas del pueblo (TODAS), esos tragos para comentar lo pasado y lo futuro. Incluso ese pequeño conato de discusión apaciguado por la consabida frase de que una pelea delante de los demás es una falta de respeto a todos, ésos que se calman y no pasa nada, esa invitación a una copa para limar asperezas y descubrir que se discute por tonterías, ese clima de fiesta que aparece otra vez para no irse hasta el amanecer.

Y después la bajada a la Playa, la Octava, culmen de la fiesta, paseo hacia el mar, hacia donde desembarcaron gentes del norte de Tenerife, hace mucho, hacia donde todo empezó. Y los asados de papas, las risas que vuelven, algo de fuego y humo otra vez, esa camaradería guiada por grupos de edad, esa ilusión por lo nuestro, esa tristeza porque todo se acaba, esa esperanza de hacer lo mismo dentro de un año.

Epílogo. No estoy en Agulo. Quiero ir y pasear delante de la iglesia, aunque no haya fiesta, mirar y recordar, volver hacia atrás, sumar mi presente a mi pasado para ver que aquel muchacho que adoraba leer y jugar al fútbol sólo desea dos cosas en su vida: que su hijo tenga salud y que todo acabe en el lugar donde nací, hace ya mucho, entre olores de sabina en abril, de pescado en El Pescante y de algo de frío en invierno. Sí, allí donde fui, soy y seré.

P.D. Este artículo no hubiese sido posible sin las ideas de mis queridos Alexis Serafín y Ramón Rodríguez.