Subir Los Pasos, bajar El Roquillo, bañarse en El Pescante.
Siempre me gustó caminar y correr, ir de aquí para allá con la fuerza de mis piernas, dejar un sitio para instalarme en otro, paso a paso, poco a poco, cumpliendo el precepto de que estamos diseñados para movernos.
Cuando eres un crío lo haces de forma natural, sin darte cuenta, dejándote llevar por los amigos en esos viajes de exploración de la infancia, en esos juegos necesarios para el crecimiento personal. “Y si vamos a Gallego a dar una vuelta”, decía alguien buscando un nuevo espacio para cambiar de actividad, un territorio algo árido donde los pistoleros del Charco se movían en caballos imaginarios montados por John Wayne o por Errol Flynn, héroes de cualquier película de un sábado a las tres de la tarde.
Sí, aprendes a caminar y todo es libertad. Más tarde aprendes a leer y parece que ya tienes la condición perfecta del movimiento en sus dos vertientes: físicamente, paso a paso, por lugares que conocemos y de forma espiritual, palabra a palabra, por lugares que también conoceremos aunque estén muy lejos. Leer y jugar, tan simple pero tan revelador.
Jugué al fútbol en mis años mozos y descubrí, para mi desgracia, que no era bueno, que no estaba a la altura de los mejores, aprendiendo así de la derrota, construyéndome en la decepción y asumiendo que, sencillamente, hay cosas que no pueden ser.
Luego empecé a correr largas distancias y ahí me conocí aún más, haciendo infinidad de pruebas y tres maratones, consiguiendo algún resultado notable y endureciéndome física y mentalmente para las dificultades de la vida. Mi padre, al verme tal delgado, bajaba la cabeza y decía que allá yo,mientras algunas personas en Agulo le preguntaban si yo estaba bien de la cabeza cuando me veían correr de Agulo a Hermigua y vuelta a Agulo. Ahora, mucho tiempo después, lo comento con los padres del gran Álvaro Escuela(orgullo de nuestro pueblo) y reímos por todo ello. Era otra época.
Últimos días en Agulo. Llamo a Fran Méndez y le propongo subir Los Pasos y bajar por El Roquillo. Noble como es, acepta la proposición y quedamos por la mañana. Hace calor pero no tanto y el caminar se confunde con la conversación. Le digo que nunca he caminado por aquí y me mira con asombro pero no dice nada, me da ánimos y concluimos la caminata sin problemas, despacio, tranquilos, relajados. Llegamos al pueblo y alguien nos dice en cuanto tiempo ha hecho ese recorrido. Me asombro y lo felicito, al mismo tiempo que algo nace en mí.
Dos días después, ese algo ha crecido mucho y quiero probarme a ver cómo estoy de condición física. Y ahí reconozco al atleta que fui, enfrentándose a retos contra sí mismo, viendo la superación como un Dios que te marca el camino, asumiendo mi fuerza de voluntad que, como diría Oscar Wilde, es la base del carácter.
Salgo disparado, motivado, escuchando los latidos de mi corazón cada vez más rápidos, notando mi piel bañada por el sudor del esfuerzo, líquido que engrasa la máquina para ir más allá, mucho más allá, hasta completar el reto. Me quedo a diez minutos del tiempo récord pero no importa. Me he puesto a prueba, sin tapujos y sin ayuda, cumpliendo la liturgia de que aquél que no se ha puesto al límite no se conoce, satisfecho y feliz.
Pero eso no es el fin. Falta algo, una inquietud que no reconozco al principio, una desazón por sentirme incompleto, la parte final de un reto. Cierro los ojos y ahora lo veo: debo volver al risco, a caminar, a disfrutar de mi soledad y del paisaje, a recordar, a encontrarme conmigo mismo más allá de la competición.
Y subo por tercera vez, consciente del camino que ya conozco a la perfección y estimulado por el añadido de bajar al Pescante a darme un baño como acto final. La noche anterior lo comenté con Carlitos Segredo y Moisés Cabello, algo asombrados y preocupados por si me pasaba algo, diciéndome que me lo tomara con calma que, bien mirado, es otra forma de decir te aprecio cuando la amistad es fuerte.
Empiezo a subir Los Pasos, paso a paso, disfrutando de cada apoyo y de cada vistazo hacia adelante aunque el corazón, cosas de la subida, se acelera como cuando eras joven y bailabas con esa chica guapa mientras todo se apagaba alrededor. El sol golpea mi espalda y mi cuello, me hace ver que estamos en verano y que sí, que hace calor, pero también hay más luz para apreciar cada línea de mi pueblo, cada roca pisada y pisada por miles de personas, cada hierba nacida en el terruño, en Agulo, en el rinconcito de jardín tropical, que diría el gran Miguelito.
Llegó al Moral y ahí todo es más complicado, la inclinación sube y recuerdo que, hace mucho, de niño, fui a coger moras con mi tío Berto, no sé si en ese moral o en otro cercano. No importa, no estoy seguro del sitio exacto pero sí de la persona que estaba conmigo. Sonrío porque mi mente ha hecho bien: ha recordado lo realmente importante.
Sigo adelante y llego al Eucalipto mientras el camino serpentea bastante, duro en inclinación pero ahora también duro en giros, apoyando con fuerza mis pies, mirando hacia abajo de cuando en cuando, dándome cuenta de algo curioso, notable, las cosas se hacen pequeñas allá abajo pero grandes en mi corazón al ver esos tres barrios de mi infancia, esa trilogía de algo irrepetible, lejano ya. Y pienso que, de volver a nacer, me gustaría hacerlo otra vez en Agulo.
Ya se acaba lo más duro y llaneo después de haber bebido bastante agua. Paso por detrás del risco, deseando volver ya a Agulo, ejercitando la paciencia para completar la vuelta mágica. Veo la presa y, como siempre, pienso en mi abuela Juana, en mi bisabuelo “El Palomo”, en esa unión de Seima y La Palmita que le dio la vida a mi padre. Me paro, reflexiono sobre ello y sigo adelante.
Llego a la altura del mirador y entro en el tramo que me conducirá al Roquillo. Camino sobre una territorio de arriba y abajo, tierra compacta que parece dunas, marcas en el suelo para que los paseantes de La Gomera no se pierdan. Yo, paseante solitario, que diría Rousseau, me siento bien, calmado, como si fuera otro, haciendo lo que debí hacer hace mucho y no ahora, en el otoño de mi vida.
Bajo por El Roquillo, no muy rápido, siendo el camino como la vida misma, lleno de piedras que hay que sortear para pisar sobre terreno firme, viendo esa bruma que lo tapa casi todo pero que te permite concentrarte en lo más cercano. Paso la casa de don Rosendo, vieja y destartalada, preguntándome cómo se podía subir el material desde la carretera hasta aquí arriba, prueba evidente de los esfuerzos de antaño, donde el sacrificio era santo y seña de los gomeros.
Hay un cruce: a la izquierda hacia Las Rosas y a la derecha hacia Agulo. Miro el letrero y pienso en mi amigo Alcibiades que, un poco más arriba, en su morada, sigue agrandando el pasado de nuestra isla, feliz y satisfecho. Yo, “juntador de letras”, sigo juntado los ánimos para, un pie después de otro, seguir con mi camino.
Llego al túnel y me desvió por detrás, dejando San Marcos a la izquierda, ese sitio donde ayer uní sudor con salitre y brisa, disfrutando de la soledad y de la paz, elevando las pesas mientras que elevaba mi alma.
Paso por el cementerio y noto algo raro. El que me dio la vida yace hace tiempo junto a los "ausentes presentes", con gente a la que amé o a la que no conocí, última morada donde me esperan una vez que mi hijo sea un hombre. En ese momento, y no antes, podrán llamarme.
Avanzo por el pueblo, mochila a la espalda y gorra en la cabeza, mientras saludo a gente ya mayor a la que conocí muy bien y a gente muy joven a la que apenas conozco. Me desvío por la acequia Pérez hacia El Pescante y ya noto el placer del baño, el ruido del mar y el silencio de los barquitos esperando que alguien los llame para hacerse a la mar.
Llego al tanque de la Verdura y veo a Goyito en sus terrenos, saludándome de forma cariñosa, como hace siempre, y pidiéndome que no deje de escribir, que le gusta lo que hago. Yo, una vez más, no sé qué decir, siendo el halago tapado por la vergüenza de aquél que no está acostumbrado a ellos. Me habla de Venezuela y de su tristeza, de ese país que nos dio todo y que ahora no tiene nada.
Último tramo y llego al paraíso. No hay nadie y me alegro de ello. Quiero disfrutar de esa piscina natural, de esos "callaos" (guijarros) que golpean mis pies al introducirme en el agua, de esa luz que sólo veo aquí, en este sitio del presente y sobre todo del pasado, en esta forma del pueblo que dio forma a nuestra infancia.
Ya es hora de regresar. Es fácil después de haber subido Los Pasos pero me cuesta algo más, quizás porque son muchos los recuerdos y eso pesa toneladas cuando te das cuenta de que, hace tiempo, eras feliz y no lo sabías.
Llego al pueblo. Fin del trayecto. Me bajo del tren de las ensoñaciones para asumir que mañana volveré a Tenerife, a la realidad, y que tendrá que pasar otro año para que disfrute una semana entera de mi pueblo.
Los Pasos, paso a paso, El Roquillo con su bruma y El Pescante con su luz. Todo ello, sumado, da un resultado alto, apenas percibido por la mayoría pero ampliamente dibujado en el corazón de quien escribe esto, una ruta de tres horas por tres vértices de ese triángulo de felicidad llamado Agulo.