Vacunas y golfos

“Y ahí estamos. Unos luchando para que todo esto acabe y otros demorándose en su egoísmo para que sólo acabe para ellos. La eterna lucha entre lo que se debe hacer y lo que se hace, esa partida de póker a tumba abierta en la que no hay comodines y en la que muchos juegan con las cartas marcadas.”

Es curioso cómo una sola palabra puede transformar nuestra tristeza en esperanza y nuestra felicidad en desdicha. Creo que el viejo Guy de Maupassant, relator entre los relatores, decía algo al respecto en un pequeño cuento en el que exploraba su locura. ¿Loco? Y quién no lo está un poco en su condición humana, en su tránsito por la vida, en su deambular hacia no se sabe qué, en esta carrera que es esencialmente loca porque es vital. La vida, al no ser fácil, necesita momentos de cierta enajenación en los que conviene dejarse llevar sin, eso sí, hacer daño a nadie.

Yo amo las palabras y, para mí, mil palabras valen más que una imagen. Otros las aman menos pero provocan cambios en sus personas hasta el punto de actuar de forma ejemplar o, por el contrario, bajar hacia el nivel de las ratas en la escala zoológica.

La palabra vacuna está de moda. Es traída y llevada como último Dios ante la desesperación y el dolor, ante la gente que ya no puede más. Se la venera como fruto de la ciencia, como regalo para alargar la vida, como bálsamo para poder disfrutar un poco más de la gente que amamos. Un Dios pagano nacido de la investigación, a diferencia del otro, nacido a partir de la fe. El primero parece que nos hace caso, el segundo ni oye ni habla o, al menos, yo no le he escuchado cuando una buena persona mira hacia arriba y pide que otra buena persona no se vaya todavía. La fe, siendo muy respetable, no es la solución.

Y, como venimos diciendo desde hace mucho, esta guerra contra el bichito, que diría un castizo, esta tormenta perfecta saca lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Esos sanitarios agotados y hastiados de tanta irresponsabilidad, esos policías y militares que deben sancionar, incrédulos, a gente que se pasa las normas por el forro de sus vergüenzas, esos vecinos que ayudan en el anonimato, ese ser humano especial, medalla de oro en valores y garante de una sociedad mejor. Todos ellos son lo mejor de lo mejor, el dique de contención para que la sociedad no quiebre por desaliento.

El lado tenebroso de la fuerza, que diría aquél, lo constituye, quiero pensar, una parte pequeña de los gestores que tienen cuotas de poder, que pueden decidir si el pinchazo liberador impregnará el cuerpo de alguien al que le urge o el de ellos mismos, a sabiendas de que no lo necesitan pero actuando por el miedo a la enfermad y, sobre todo, por la certeza de creerse impunes si los pillan.

Uno, con muchos años encima ya, ha visto de todo y ya nada le sorprende. Siendo sincero, me esperaba algo parecido porque ya sabemos con quién nos jugamos los cuartos en el ruedo ibérico. Y, visto lo visto, si se iban de rositas en cosas más graves no entienden que sean castigados por algo que, y ése es el problema, muchos harían si estuviesen en su situación.

La podredumbre nos rodea, los golfos campan a sus anchas y parece que hace falta una generación nueva, con valores diferentes, con un alto sentido de la responsabilidad. Y ojalá sea así pero ya no sé qué pensar cuando un alumno me pregunta que si yo, teniendo la posibilidad de comprar la vacuna, me la pondría saltándome el protocolo. Lo miro y le digo que no, que yo me la pondré cuando me lo digan las autoridades, que estoy muy expuesto pero que no me importa, que dejaré este mundo si me toca mi hora, en paz si no le pasa nada a una personita de casi cuatro años. 

No, no voy a renunciar a mis valores y agachar la cabeza de vergüenza, quizás porque mi conciencia es mi peor juez. Me mira extrañado y a buen seguro que piensa que vengo de otro planeta.
Creo, no, mejor, estoy seguro de que todos los jóvenes no piensan así y que habrá buenos mimbres para un futuro mejor.

Varios alcaldes, consejeros, cargos de toda índole, curas y obispos, militares varios, … todos ellos han deshonrado su alma y las estructuras que representan. Ya sólo falta hacer público que un banquero también ha cometido la felonía y ha pasado la línea, delgada o gruesa según la moral, de lo que está bien y de lo que está mal. No sería de extrañar porque la banca, insigne representante de los poderes fácticos, siempre gana.
Los golfos se reproducen como setas porque no hay moral ni efecto disuasorio. Los valores son ninguneados en los medios de comunicación, en los debates particulares, en todos los contextos en los que nos mostramos.

Y, por ello, no se puede pretender que se anclen a la conducta, que sean el timón en los mares embravecidos de la vida, en aquellos momentos en los que toca desnudarse y decir quiénes somos. Pero también hay ausencia de castigo ante la fechoría cometida o, en todo caso, un castigo muy laxo porque los castigados han contribuido a hacer las leyes y han establecido los castigos. Todo está atado y bien atado, que diría el del Ferrol.

Y ahí estamos. Unos luchando para que todo esto acabe y otros demorándose en su egoísmo para que sólo acabe para ellos. La eterna lucha entre lo que se debe hacer y lo que se hace, esa partida de póker a tumba abierta en la que no hay comodines y en la que muchos juegan con las cartas marcadas.