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viernes, 15 de noviembre de 2024 00:00h.

Las campanas doblan y el molinero se asombra

Ángel Cruz Clemente nació en 1929. Una década atrás interrumpía un rato su trabajo en el molino de San Pedro, en el pueblo de Hermigua (La Gomera), para hablar con este periodista sobre molinos de gofio y romances, esos versos populares que él escuchaba a los más viejos y repetía al pastorear.
Ángel Cruz Clemente
Ángel Cruz Clemente

Por Yuri Millares

Toda la vida ha estado rodeado del ambiente que impregna la vida del molinero (en especial, ese especial aroma que desprende la molienda del grano tostado). Desde niño. Nació en uno, de su abuelo Cristóbal Cruz, que estaba en el roque Monforte, en un barranco por el que corría el agua que aprovechaban varios molinos –“venía el agua barranco abajo y después cogía la acequia a la tubería para coger fuerza”– y así mover su maquinaria de madera –“se cortaba en el monte del Cedro: las tablas eran de viñátigo, la masa de adentro de haya; cada madera tenía su límite”–. Recuerda hasta el nombre de quien construía aquellos modestos molinos de ingeniería hidráulica: “un señor” que había y “otro de La Palmita que le decían Antonio Medina”. Eran tiempos del pago en especie, cuando los vecinos tostaban su propio grano (millo, trigo o cebada) en casa y lo traían después a moler por “la maquila: un almud, una maquila; dos almudes, dos maquilas. La maquila venía a ser un kilo de gofio; el almud, seis kilos”.

Criado entre el aroma de la molienda, “cuando principié a hacer algo”, decía de sus primeros trabajos siendo todavía un chiquillo, “iba a los animales”. De regreso a casa, “se ajuntaban de noche los viejos a romancear y yo a escuchar lo que cantaban, hasta que empecé yo a aprender un romance. Después, al otro día me mandaban a soltar las cabras por esas bandas y me ponía yo a romancear. Y si me faltaba una palabra, cuando llegaba por la tarde iba a donde estaba el viejo a preguntarle, ‘oiga, Miguel, que sé hasta aquí’ y así aprendí muchos”.

Algunos son historias verídicas y cercanas. Como las “coplas de un burro que se murió aquí arriba”, señala, llevando arena para una obra cerca de la plaza, a la vez que recuerda el asombro “del que cantaba la misa, el sorchante*, que también era relojero”, por la pretensión del amo del animal de que las campanas doblaran por su burro muerto.


Romance del burro y las campanas

El 26 de noviembre
si no me pierdo en la cuenta,
del año cincuenta y cuatro
según dice la leyenda.
Sucedió que don Donato
se había traído de afuera,
magnífico burro blanco
que era la flor de la bestia.
Que lo quiere con delirio
y por cierto es cosa buena,
pero en este mismo día
la desgracia que lo ordena.
Sucedió que don Donato
quiso echar una azotea,
pero en este mismo día
no puede acarrear arena.

Le echaron cincuenta viajes
por una terrible cuesta,
y allegándose a la tarde
le pide al Cielo ‘pasensia’.
Ya el animal fatigado
y la comida escasea,
su amo le quitó el sillote*,
pero no se daba cuenta,
de que estaba lloviznando
y le puede dar gangrena,
que a los dos pasos que dio
da con su cuerpo en tierra.

Hay que oír al caballero
del modo que se lamenta:
“Tú que por mi causa has muerto
es razón yo también muera”.
Al medio de estos lamentos,
allí la mujer se acerca
diciendo: “Antonio del alma,
tú que mis males remedias,
llamarás cuatro vecinos
que vayan a la carrera.
Avisen a don Francisco,
que le mande cuatro sueros
contra el pasmo y la ‘enfermiá”.

En esto llegó la hija,
un queso, una chica nueva.
Es tan poco delicada,
pero de mucha experiencia,
se acercó a tomar pulso.
Ha dicho de esta manera:
“Está muerto no hay remedio,
pedirle al Cielo ‘pasensia’.
Se acordaron al instante,
a la memoria les llega,
de que doble las campanas
un monaguillo cualquiera.
Avisen al de Conchilla
por si le queda más cerca,
y si acaso no está ése
atraviesen la Alameda.
Avisen con diligencia
al hijo’e Tomás Herrera;
y si no al de Jorge Díaz,
que vive por Las Hoyetas.
A no avisar al sorchante,
que ésta es la cosa más seria”.

Pero éste al enterarse,
de esta manera’e blasfemia:
“Esto de doblar por burros
se usará aquí en La Gomera;
en La Palma no se usa,
y ni oírlo yo quisiera”.

 

Ni piedra ni agua

Los viejos molinos hidráulicos de La Gomera fueron desapareciendo uno tras otro a partir de mediados del siglo XX, al ritmo que descendía el volumen de agua que corría por los barrancos. “Cuando el agua se fue agotando, terminaron todos los molinos –recuerda Ángel Cruz los que había en Hermigua, y eran unos cuantos, algunos de los cuales introdujeron motores–. Entonces habíamos cuatro molinos de gofio con motores: en La Estaquilla estaba el mío, éste [de San Pedro] que después lo compré, en la Cruz otro y otro en la playa”. Y como éstos, que también fueron desapareciendo, también se fue perdiendo la piedra de moler tradicional. “La traían jalando con las vacas por el camino. Las que tenía en el molino de agua era sacadas en Alajeró, en Antoncojo; las hacían allá y aquí las preparaban para ponerlas a moler. Era piedra como si fuera de volcán”. Después las sustituyó por piedras de moler que llegaban de Alemania.